Bares

27/08/2017 - 10:43 Marta Velasco

Yo también me declaro amante de los bares, en alguno me enamoré, muchos otros fueron domicilio habitual de mi juventud, allí me he reído y he encontrado amigos.

 Conozco un poema de Nicolás Guillén, convertido en canción por Los Lobos, que se llama “Bares” y que empieza con una rotunda declaración, entre de amor y de intenciones: Amo los bares y las tabernas junto al mar/ donde la gente charla y bebe/ sólo por beber y charlar. Se refiere Guillén a los bares de La Habana, pero supongo que es exportable a los de cualquier ciudad, lugares donde nadie - Juan Nadie, dice el poeta - se siente fuera de su ambiente porque allí la blanca ola bate, de la amistad / una ola de ¡hola!, ola de ¡hola! Y ¿cómo estás?
Efectivamente los bares son una especie de segundo hogar, paliativos de la soledad, sanadores del alma como un buen confesor. Algunos nos gustan por su cercanía o porque te saludan por tu nombre cuando llegas.
¡Bares, qué lugares tan gratos para conversar! cantan los de Gabinete Caligari. Hay bares de leyenda, como el Cohan’s de El Hombre Tranquilo en Innisfree , el bar de Rick`s en Casablanca o el bar de El Continental en El Americano Impasible. Que me busquen en ellos.
Parece ser que todos tenemos un bar en nuestro pasado. El mío es uno al que me llevaba mi padre cuando era pequeña, en la calle Mayor de Guadalajara, se llamaba Bar Ideal. Sentada delante de una mesa de mármol que me llegaba a la barbilla, aprendí a comer gambas como una experta y el ruido en el bar era tan atronador que me tapaba y destapaba los oídos con los dedos, ahora suena, ahora no suena. Qué sensación de mar rompiendo en las rocas, y eso que entonces yo todavía no conocía el mar, pero había visto muchas películas de piratas y capitanes intrépidos y en el Ideal había sentido un avance marítimo con el aroma de las gambas y con ese rumor salvaje de olas y caracolas en mis orejas.
Y es que, a los de tierra adentro los bares siempre nos parecen cercanos al mar, un anticipo radiante del océano. Esa espuma de cervezas batidas por las olas, el mejillón atravesado por un palillo en su muerte escabechada, las varoniles cigalas, rosas como turistas ingleses, las morenas anchoas remando en su barca de pan y los boquerones en vinagre, alineados, blancos y condecorados de perejil, como pequeños marineros dispuestos a defender la barra con un cañón cargado de aceitunas. Y todas esas servilletas de leve papel, velas de veleros muy lejanos divisados desde la hamaca de la playa.
Yo también me declaro amante de los bares, en alguno me enamoré, muchos otros fueron domicilio habitual de mi juventud, allí me he reído y he encontrado amigos. En los bares se establece un vínculo muy especial que dura para siempre y es un lazo amable, igualador y demócrata.
Por eso pienso que algunos políticos deberían perder su solemnidad, zafarse de los que les dan la razón sí o sí y frecuentar los bares un rato cada día. Les haría bien acodarse en una barra, charlar con los habituales, beber una cerveza, oír y entender cosas que nunca se saben desde el poder. Porque en los bares la blanca ola bate, de la amistad. Una ola de ¡hola!, ola de ¡hola! Y ¿cómo estás?