Castilla

15/09/2017 - 18:01 Emilio Fernández Galiano

En términos comparativos, Castilla tendría, como Aragón, muchas más razones que Cataluña para reivindicar su propia nación.

Septiembre, de cuyo mes y atmósfera ya ha hablado mi vecina de página Marta Velasco con su emotividad habitual –por cierto, qué lujo compartir, junto al académico Javier Sanz, estrado de papel tan singular y brillante, sobre todo por mis vecinos-, este mes, decía, serena el ánimo por imperativo laboral y alimenta la reflexión. Nuestra Sigüenza por estos días puede ser un coleccionable atmosférico capaz de abarcar las cuatro estaciones, reservándose para el final, con el veranillo de San Miguel, un estío ex gratia sólo para los elegidos y los que puedan estar en esas fechas en la desmitrada.
    No es fácil para el resto reincorporarse a las obligaciones cotidianas siendo herido reiteradamente en el alma por quienes despliegan odio y falsedad. No es fácil para un castellano ad hoc asumir tanta provocación, tanta ofensa, tanto oprobio.
    Hace ya bastantes años, publiqué en el diario en el que colaboraba, El Periódico de Aragón, una ilustración ahora premonitoria. El entonces “honorable” Jordi Pujol –ahora, nada honorable- respaldado por el entonces obispo de Barcelona, pretendía romper la Historia rompiendo el legado de los Reyes Católicos. El pasado es inamovible y es el que es.
    Hablo de Castilla por paralelismo a Cataluña. Por situarnos en un mismo plano. Castilla no está por encima de nadie.  Hablo de la Castilla germen de las Españas, de la España actual, el Estado más antiguo de Europa. De la Castilla que con Madrid incluye el reino astur leonés, Cantabria, La Rioja, las dos mesetas y La Mancha. Y por cultura Extremadura y Andalucía. Y la que adoptó a Aragón y por extensión a la actual Cataluña, Valencia y Baleares. La Castilla de los Reyes Católicos, la de ultramar, la que nunca se ponía el sol. Con lo singular de Galicia, las Vascongadas y Navarra. Murcia y Cartagena o los girones de la piel de toro en la epidermis canaria y africana. O la que cruzó el charco exportando nuestras raíces, nuestra lengua y nuestra cultura y religión  a toda América, por más que algunos hablen de genocidio. Genocidio fue el del norte de las américas, en la que los indios se cuentan en un puñado de reservas. Los holandeses, franceses y británicos fulminaron al norte con una sangrienta partida de póker. Lo nuestro fue un subastao. Una invitación a ser como nosotros, un mestizaje no exento de abusos, no lo dudo, pero ahí están las diferencias.
    En términos comparativos Castilla, como Aragón, tendría muchas más razones que Cataluña para reivindicar su propia nación. Fuimos reino, hasta fuimos imperio. Nunca he visto a un castellano por estos motivos insultar a un catalán, ni romper una señera, ni una foto de Puigdemont. Un castellano de bien no odia. No insulta. En todo caso propone una partida de mus. He presenciado en el madrileño paseo de la Castellana manifestaciones donde la señera ondeaba junto a otras banderas en plena libertad y respeto. Por las víctimas de Las Ramblas, lloramos, y se vieron en el Madrid de los Austrias banderas catalanas homenajeando a las víctimas. Fuimos a Barcelona a llorar con ellos. Y nos insultaron, unos cuantos, los suficientes para herir, y nos silbaron, y humillaron a nuestro jefe del Estado aprovechando una concentración por el dolor.  Jamás he visto tamaña vileza. Y menos en Madrid o en cualquier rincón de Castilla.
    No hay justificación alguna que transgreda la moral, el amor, la solidaridad. No hay reivindicación alguna que pueda alterar los valores más básicos. Ni la Historia. Por eso Castilla está perpleja. No entendemos nada. Y nos hiere. Nos duele.
    Tendríamos miles de argumentos de más e Historia de protagonismo universal para reivindicar, como castellanos, mucho más que los catalanes. Las comparaciones ofenden. Pero desde Juana optamos por ceder y aunar, respetar y ser respetados, y, principalmente, tener una visión más allá de nuestras propias narices. La Historia es la que es por mucho que pretendan cambiarla. No hablo genéricamente de los catalanes. Hablo de algunos, aquéllos que no se atreven ni a mirarse al espejo al levantarse. Y Castilla no acierta a limpiarse las lágrimas. Pero son lágrimas diáfanas.