Conversión para la misión
El hombre de hoy, sometido a constantes cambios en todos los ámbitos de la existencia, le faltan puntos de referencia para afrontar el futuro y respuestas convincentes ante los profundos interrogantes sobre el sentido de la vida y sobre el más allá de la muerte. Las propuestas de felicidad que le ofrece el mundo pueden satisfacerle momentáneamente, pero con el paso del tiempo vuelven a dejarle vacío e insatisfecho. Ante esta desorientación y ante la falta de argumentos consistentes para responder a las preguntas fundamentales de la existencia humana, los cristianos tenemos que sentirnos urgidos a seguir presentando con humildad y valentía a Jesucristo como plenitud de sentido para todo hombre. La propia experiencia de fe nos permite descubrir y constatar que Él es el único que puede dar respuestas definitivas y convincentes a las profundas aspiraciones del corazón humano. Ahora bien, para proponer esta Buena Noticia a los demás, especialmente a quienes se han alejado de la fe, hemos de hacerlo con la profunda alegría de sabernos amados por Dios y con la convicción de que el anuncio del Evangelio es el mejor servicio que podemos prestar a la sociedad. Para llegar a esta convicción no hay otro camino que permanecer en Cristo y en la meditación de sus enseñanzas en la oración y en las celebraciones litúrgicas. Así podremos experimentar su poder liberador. En la relación íntima con el Señor, descubrimos que, si queremos evangelizar en estos momentos y vivir el encargo misionero, la conversión a Él y la conversión pastoral deben ocupar el primer plano en la actividad evangelizadora. Con humildad hemos de asumir que, además de evangelizadores, somos también discípulos y, por tanto, hemos de permanecer en todo momento a la escucha de las enseñanzas del Maestro. La Iglesia, en cuánto evangelizadora, debe comenzar por dejarse evangelizar, pues a Dios le corresponde siempre la iniciativa en la programación pastoral y en el desarrollo de la evangelización. En el pasado, algunos bautizados han pensado equivocadamente que sólo eran misioneros aquellos hermanos que, dejando su familia y amigos, partían para pueblos lejanos con el firme propósito de entregar la vida y el Evangelio a quienes nunca habían oído hablar de él. Hoy, los cristianos sabemos que, en virtud del bautismo, todos somos convocados por el Señor para ser discípulos misioneros en la vida familiar, en el trabajo, en el estudio y en las relaciones sociales. Ser discípulo misionero es una consecuencia de estar bautizados, es parte esencial del ser cristiano. A la luz de estas enseñanzas evangélicas, los cristianos tendríamos que preguntarnos: ¿Nuestra fe nos impulsa a dar testimonio de Jesucristo resucitado con las palabras y con las obras en cada momento del día o, por el contrario, nos puede el miedo, el cansancio, el respeto humano o la falta de formación? Para responder a esta pregunta, no olvidemos que todos los hombres, aunque no lo digan, tienen necesidad de Dios para encontrar plenitud de sentido a sus vidas.