Dios padre y creador
Las realidades de este mundo y la misma sociedad, como nos recuerda el Concilio Vaticano II, tienen una autonomía, en cuanto gozan de leyes propias y de valores que todo ser humano ha de descubrir, conocer y respetar. Ahora bien, esta autonomía no es absoluta, sino relativa, pues estas mismas leyes tienen su origen y su fundamento último en Dios. La criatura sin el Creador se esfuma (GS 36).
Teniendo esto en cuenta, deberíamos pararnos a analizar el mismo concepto de creación. La fe cristiana no contempla a Dios como el simple creador de un mundo que, después de haberlo creado con su poder, se desentiende de él y lo abandona a su suerte, sin volver a intervenir en el. La creación, dirá el papa Francisco, es del orden del amor, pues el amor de Dios es el móvil fundamental de todo lo creado. Por eso, cada criatura es objeto de la ternura del Padre, que le da un lugar en el mundo (LSi. 77).
Los seres humanos, por encargo del Creador, debemos investigar el mundo, dominarlo y configurarlo de tal modo que todas las personas puedan nacer, crecer y desarrollarse con una vida digna. Como miembros de la familia humana, la persona no pude dejarse dominar por las realidades de este mundo y tampoco puede abusar de ellas de forma egoísta hasta el punto de poner en peligro o, incluso, llegar a destruir el orden y la belleza de la creación. En el libro del Génesis se nos dice con toda claridad que el hombre, por mandato de Dios, no sólo está llamado a ser el guardián y el cuidador de su hermano, sino también el protector y el custodio de la creación.
De acuerdo con esta responsabilidad confiada al ser humano, todo lo que éste encuentra en la naturaleza, como puede ser el agua o la energía, y todo lo que él mismo inventa al utilizar la inteligencia y los conocimientos de otros hombres, como pueden ser los coches y las naves espaciales, ha de utilizarlo como dones y como posibilidades, de las que un día tendrá que dar cuenta a Dios y a los hombres. Esta responsabilidad del ser humano, confiada por el mismo Creador, lleva consigo el respeto a la finalidad para la que las cosas fueron creadas.
Por otra parte, también deberíamos tener en cuenta que el Dios cristiano es al mismo tiempo Creador y Padre. En cuanto Creador está siempre en el trasfondo de nuestras acciones, esperando que participemos con Él en el desarrollo de la creación. Nuestro Dios no es un Dios milagrero que venga a suplir la pereza, la desgana y la incompetencia del hombre. El que se imagine la providencia divina como la de un Dios del que se puede disponer a capricho está equivocado. Dios crea al hombre como ser inteligente y libre para completar la creación y para que asuma su responsabilidad en el cuidado de la misma (CEC 310)
Pero Dios es también Padre y, en cuanto tal, invita a sus hijos a abandonarse en su providencia y a confiar en Él (Mt 6, 25-34). Nos pide que dejemos en sus manos nuestras preocupaciones y que oremos por la solución de los problemas del mundo. Pero, al mismo tiempo, nos invita a actuar desde la responsabilidad, poniendo todos los medios humanos a nuestro alcance para encontrar soluciones a las dificultades de la vida y a las necesidades de nuestros semejantes. Siendo Padre, podemos presentarle todas nuestras necesidades espirituales y materiales. El mismo quiere que se lo pidamos constantemente, animados por la confianza en su providencia (Lc 11, 5-13).
En ocasiones, puede suceder que no obtengamos lo que pedimos, puesto que no conocemos los caminos de Dios. No obstante, hemos de tener siempre muy presente que Dios puede sacar bienes de lo que nosotros consideramos males y que, al final, cuando nos encontremos con Cristo, cara a cara, comprenderemos verdaderamente los caminos de Dios. Refiriéndose a este tema, Santo Tomás Moro, antes de sufrir el martirio, le decía a su hija: Nada puede pasarme que Dios no quiera. Y todo lo que él quiere, por malo que nos parezca, es en realidad lo mejor (CEC 313).