Don Juan

08/04/2018 - 10:59 Emilio Fernández Galiano

Como en el ajedrez, cuyo juego dura mientras viva el Rey, don Juan fue la pieza sacrificada para que la partida continuara.

En todas las familias, incluida la Real, hay un abuelo que supuso un punto de inflexión. Por acción o por omisión, por sus aciertos o sus errores o, finalmente, por ser una figura emblemática en la impronta de la generaciones posteriores. Como en el ajedrez, cuyo juego dura mientras viva el Rey, don Juan fue la pieza sacrificada para que la partida continuara. Nieto e hijo de reyes, padre y abuelo de reyes, nunca lució la corona, nunca pudo ejercer la jefatura del Estado.
Don Juan de Borbón y Battenberg fue víctima propiciatoria de los errores de su padre y de una contienda civil de la que nunca deberíamos olvidarnos pero sí aprender de ella y, desde luego, no reinventarla. En muchas ocasiones he defendido la monarquía parlamentaria como forma de Estado, no ajena a las democracias europeas más avanzadas y, respecto a nuestro país, garante de su unidad, identidad y permanencia. El hecho de que el jefe del Estado reine pero no gobierne, como sentencia el catedrático Jiménez de Parga, le permite estar al margen de las luchas partidistas y mostrar una neutralidad imposible de concebir en un presidente de república. Y esa condición básica de neutralidad es la que no respetó Alfonso XIII pagándolo con el exilio, cuyo destino tuvo que compartir su hijo coincidiendo, además, con nuestra guerra civil. Es decir, el quinto hijo del monarca exiliado y titular de los derechos dinásticos se vio envuelto en un enroque entre dinástico y bélico sin fácil salida.
Y bien que la buscó. Primero con Franco, luego con los militares monárquicos –paradójicamente el golpe del 18 de julio de 1936 se basaba, entre otras razones, en la restauración de la monarquía- y finalmente con los Aliados vencedores de la II Guerra Mundial. A medida que pasaban los años, más entendía que su destino histórico quedaría sin cumplirse. Hasta la Transición, sus Manifiestos políticos, como el de Lausana o el de Estoril, no eran más que soflamas en el desierto que sólo propiciaban una tensión extrema en las relaciones con el general Franco y, a su vez, con su propio hijo tras haber sido declarado por el régimen en 1969 sucesor a título de Rey. La verdad es que no soportaba al caudillo (y viceversa). “Coño, un hombre que no bebe y no habla de mujeres es inescrutable”, se lamentaba.
Tal vez por su propio interés, no se puede negar que los Manifiestos citados eran de una modernidad política incontestable que, de algún modo, coincidían con lo que luego fueron las bases de la Transición. Una monarquía democrática que reconciliara a todos los españoles con independencia de sus ideologías. De hecho, llegó a negociar con José María Gil Robles e Indalecio Prieto una oposición al régimen franquista. Pero también coqueteó con otros sectores tradicionalistas vinculadas al carlismo. Bandazos de un hombre desesperado por ubicarse en su propio destino, su propio recorrido vital.
Sí fue coherente a su condición de jefe de la Casa Real. Entre sus obligaciones, casarse con una mujer de la realeza. Obligación modificada en la actualidad en la monarquía española, por cierto. Como es obvio. Tal vez esa coherencia le permitió, finalmente, ver restaurada su dinastía en la persona de su hijo Juan Carlos, una vez que renunciara a sus derechos dinásticos en 1977. Y retirarse del tablero para que siguiera viviendo el Rey y convertirse en la pieza más sacrificada de nuestra reciente historia.