Don Pedro y el bikini

09/05/2018 - 21:11 Javier Sanz

Don Pedro Zaragoza había ganado por la mano al régimen del nacional-catolicismo pintoresco con la colaboración del jefe del asunto, bingo.

País de números, se cumple el 65 aniversario del uso del bikini en las playas españolas. Don Pedro Zaragoza Orts era el alcalde de Benidorm, un pueblo de apenas mil setecientos habitantes, y autorizó, por decirlo así, el uso de la prenda en las playas de sus dominios, por acuerdo municipal, con la advertencia de que nadie pudiera decir nada en contra, o sea, sin insultar a las que decidieran vestirse de otra manera para darse un baño o tomar el sol, ya ve usted.
    Dos ministros pidieron la cabeza y el arzobispo de Valencia la excomunión, cada uno a lo suyo. Don Pedro montó en su vespa y se llegó hasta El Pardo para explicarle a Franco que la cosa no era para tanto y que había que pasar del botijo al bikini, o cerrar. El general no solo quitó hierro sino que se hizo amigo del alcalde, futuro gobernador civil de la provincia de Guadalajara, y bajó a darse un baño de vez en cuando con la familia. Don Pedro había ganado por la mano al régimen del nacional-catolicismo pintoresco con la colaboración del jefe del asunto, bingo.
    El cuerpo y el alma, lo de siempre. El arzobispo y los dos ministros pedían el control del pack, no fuera a aparecer Torquemada y pedirles explicación por este libertinaje exhibicionista. La sociología de la España de mitad de un siglo tira de cifras y da listas de gobiernos, como si se tratara de la historia del Real Madrid, y no repara en el guión de lo que se ventilaba en la calle antes de que el funcionario pusiera el sello o clipara el marchamo de un deseo posible, recibir el sol y el aire a porta gayola sin autorización de la presidencia.
    España, examen de historia, ha vivido solamente dos edades: antigua y contemporánea. La primera, desde Atapuerca hasta que don Pedro arrancó la vespa y se llegó a El Pardo para pedir licencia de bikini. La segunda, desde entonces. En ella estamos, viendo correr trincones por las carreras, como Quevedo observaba desde los cantones más putiferinos de la corte. Sólo que en sus días al que se bañaba a diario, aun en camisón, se le tenía por julay.