El cine

13/01/2018 - 12:35 Marta Velasco

Si hay algo que me alegra la semana en estos meses fríos es indudablemente el cine.

lega la cuesta de enero, la de febrero y no levanto cabeza hasta que los tímidos narcisos asoman la gaita en las macetas de mi terraza. Si yo fuera marmota estaría dormitando hasta mitad de marzo, no me gusta el aspecto del mundo en estos días tan grises y tan problemáticos, querría volver, lo confieso con vergüenza, a la casa de Mujercitas de la primera versión en color.
    Si hay algo que me alegra la semana en estos meses fríos es indudablemente el cine. Nada más comenzar 2018 he tenido una cita con Woody Allen y, como otras tantas veces, no me ha defraudado. El hombre sí, pero no el artista. Woody le pone un color entre fuego y sepia a sus películas al que no me puedo sustraer, es lo que yo imagino como el escenario de la felicidad, o algo así.
    Su última película me gustó por ese drama ineludible que se nos viene encima en el ambiente cincuentero, ensordecedor y playero de un parque de atracciones, por esa ropa de mi madre que le pone a Kate Winslet y por esa música tan americana que meció mi cándida adolescencia, como decía Karen Blixen en Memorias de África. Sí, me ha gustado Wonder Wheel, y ahora espero se abra un panorama de películas buenas, porque el pasado trimestre ha sido desolador.
    Últimamente me ha defraudado el cine francés, esas comedias de enredo y de mucho hablar, con humor y con inteligencia, han sido sustituidas por cintas graciosas o por un exceso de cine social, cerca del cinema verité, la vuelta a los orígenes. Este cine tan comprometido con la realidad me resulta demasiado aleccionador … ¿Dónde está el glamour? ¿Dónde el savoir-faire, dónde el alma parisina, amigos míos?
    Se dice que en épocas de escasez el cine debe huir del lujo, quizás sea cierto. Pero en la oscura y pacata postguerra española, en la helada capital alcarreña, el cine de los domingos iluminaba nuestras vidas para toda la semana. Cuando Katherine Hepburn bajaba la escalinata de su mansión, ceñida en una larga bata de raso, cuando Grace Kelly se mostraba con un modelo azul de infinitas capas, tan sublime que ninguna de las espectadoras podría soñar con tenerlo jamás en su armario, o cuando Givenchy vestía a Audrey Hepburn en Sabrina, nadie las envidiaba. Conteníamos el aliento y la vida nos parecía mejor, porque teníamos la certeza de que el cine reflejaba una realidad lejana e improbable, pero no inalcanzable.
    Añoro a John Ford, a Billy Wilder, a Fellini, a Bergman, a Buñuel, a Hitchcock y otros genios, pero ahí están sus obras, donde viven sus actores siempre jóvenes y, de vez en cuando, doy un repaso a la mi caótica filmografía y veo películas que me hacen llorar por su belleza o por su importancia. Y reír, porque las vi con mis amigas Pili y Lola González, aunque eran 3R, en un palco del cine Liceo o en la terraza España, una perfumada noche de verano. Por todo eso yo amo el cine.