El de la Duquesa de Sevillano y Condesa de la Vega del Pozo. 101 años del “entierro del siglo” en Guadalajara

05/11/2017 - 12:59 Jesús Orea

Ocho días después de su fallecimiento, su cadáver arrivó a la capital alcarreña siendo recibido de forma “impresionante y multitudinaria” en palabras de la prensa local y nacional.

El hecho de que noviembre sea el mes por antonomasia de los difuntos me ha llevado a reflexionar en esta entrega mensual para Nueva Alcarria  acerca de los óbitos más significativos, relevantes y de mayor impacto público que vivió la ciudad de Guadalajara en el siglo pasado. Aunque es posible que no todo el mundo coincida con mi parecer, estimo que dos decesos y sus correspondientes entierros reunieron objetivamente esas circunstancias: el de doña María Diega de Desmaissiéres y Sevillano, Duquesa de Sevillano y Condesa de la Vega del Pozo (marzo de 1916) y el de don Álvaro de Figueroa y Torres, Conde de Romanones (septiembre de 1950). Hoy nos vamos a referir a la muerte de doña María Diega, acaecida en Burdeos el día 9 de marzo de 1916, pero sobre todo a su multitudinario entierro en su magnífico panteón de Guadalajara, que tuvo lugar ocho días después.
    Antes de relatar lo mucho que aconteció con ocasión de las pompas fúnebres -nunca mejor empleada esta expresión-  de la Duquesa, vamos a repasar sucintamente lo más relevante de su vida y su obra pues ello explicará por qué tuvo tan grandísimo impacto y supuso tanto duelo en la sociedad local de aquel tiempo su entierro en Guadalajara. Comenzaremos por llamar a la Duquesa por sus nombres de pila completos que, como verán, no son precisamente pocos: María Diega Francisca de Paula Micaela Juana Bernarda Josefa Manuela Ramona Marcelina Quirica Julita -sic- Gervasia Protesia Antonia de Padua Rita y Luisa Gonzaga de Desmaissiéres y Sevillano. Esta es la filiación nominal completa de la Duquesa que aparece en su partida de bautismo, ceremonia que tuvo lugar en la iglesia parroquial de San Luis, de Madrid, ciudad en la que nació el día 16 de junio de 1852.
    Doña María Diega, de orígenes navarros por parte paterna, nació en una rica y acomodada familia de la aristocracia española y ostentó varios títulos nobiliarios, destacando entre ellos los de Duquesa de Sevillano, Condesa de la Vega del Pozo y Marquesa de los Llanos. Su vinculación con Guadalajara vino dada porque en esta ciudad poseía diversas propiedades, especialmente una parcela de 50 hectáreas situada junto al paseo de San Roque y la Fuente de la Niña, en la que en 1885 la Duquesa inició las obras de construcción del panteón y la fundación que llevan su nombre. Era sobrina de Doña María Micaela de Desmaissiéres, quien abandonó su mundanal vida de aristócrata para tomar los hábitos religiosos con el nombre de Madre Sacramento y realizar numerosas fundaciones y obras de caridad, entre ellas la creación de las Adoratrices del Santísimo Sacramento y de la Caridad. Doña María Diega, muy influenciada por la caritativa obra de su tía -quien llegaría a alcanzar los altares con el nombre de Santa María Micaela- también invirtió gran parte de su riqueza en obras benéficas, algunas de ellas en Guadalajara: la Fundación de Adoratrices para “niñas pobres y jovencitas descarriadas”, el Asilo de ancianos o la construcción del poblado de Villaflores para dar hogar y empleo a familias de labradores humildes.
    La Duquesa de Sevillano tenía una sensibilidad social impropia de aquella época hasta el punto de que recibió el sobrenombre de “madre de los pobres” pues periódicamente repartía bonos para adquirir pan y otros alimentos entre las familias más necesitadas de la ciudad, acción que repetía en tres fechas señaladas: Jueves Santo, el día de su onomástica (San Diego, 13 de noviembre) y Navidad. Por otra parte, a los obreros que trabajaban en las construcciones de sus fundaciones y otras obras, les concedía una serie de beneficios extraordinarios para esa época: les pagaba domingos y festivos, aunque no trabajasen, les concedía ayudas sociales, les sufragaba la asistencia sanitaria y hasta ponía escuelas a disposición de sus hijos. Ante tal despliegue de justicia y acción social, el Ayuntamiento de Guadalajara le concedió en 1888 el título de Hija Adoptiva de la Ciudad, en un acuerdo aprobado por unanimidad de toda la corporación municipal que se motivaba con estas palabras literales: “en virtud de los repetidos actos de beneficencia y caridad dispensados a las clases menesterosas de esta capital”. El sentir unánime de los munícipes era, ciertamente, el de toda la ciudad, especialmente el de los sectores de población más humildes, como veremos después cuando hablemos de su entierro.
    Doña María Diega falleció de forma repentina en Burdeos el día 9 de marzo de 1916. En el Mediodía (Midi) francés, en la región de la Gironde y en la ciudad de Biarritz solía pasar casi todos los inviernos pues gustaba de su clima y allí también tenía alguna propiedad. La causa de su muerte no quedó objetivada en el certificado de su defunción, si bien todo hace indicar que se trató de algún problema cerebro-vascular pues unas semanas antes ya se manifestaron en ella algunos síntomas que apuntan en esa dirección.
    Ocho días después de fallecer, el 17 de marzo, su féretro llegaba en tren a primera hora de la mañana a Madrid, a la estación del Mediodía, donde el furgón en el que viajaba fue enganchado a otro tranvía que lo transportó a Guadalajara. A las 10,30 de la mañana arribaba el cadáver de la Duquesa a la capital alcarreña, siendo recibido de forma “impresionante y multitudinaria”, en palabras de la prensa de la ciudad, pero también de la nacional, pues la noticia de su óbito desbordó el interés de lo meramente local. De hecho, “Época”, un periódico madrileño que entonces gozaba de gran prestigioso y amplia tirada, utilizó estas palabras en la necrológica de tan caritativa y aristocrática dama: “La hora de la apología de la duquesa de Sevillano puede decirse que no ha llegado, porque para ello habrá que hacer una investigación muy prolija de los numerosos asilos, hospitales y otros establecimientos benéficos que así en Madrid como en otras provincias mantenía. Lo único que en estos instantes puede decirse con motivo de su muerte es que son infinitas las lágrimas de gratitud que la acompañan al sepulcro, e infinito el número de los favorecidos con las dádivas de su caridad que deja tan triste suceso en el mayor desamparo”.
    El féretro de la duquesa, de caoba negra -otras versiones dicen que de cedro- y herrajes de plata, fue llevado a la ciudad en una magnífica carroza tirada por ocho caballos. Abrían la comitiva fúnebre la Guardia Civil y la conformaban cruces parroquiales, un carruaje con numerosas coronas, niños de la beneficencia, gran parte del clero local, 100 empleados de doña María Diega, con hachas encendidas, porteros y ordenanzas de las instituciones oficiales, la Capilla Isidoriana -constituida por 80 voces que cantaron su funeral oficiado al día siguiente en Santa María- y la Banda Provincial de Música. Todas las autoridades locales y provinciales, sin excepción alguna, presidieron el duelo, contándose también con la presencia excepcional de don Antonio Maura, expresidente del gobierno, y del diputado Brocas, en representación del Conde de Romanones, que entonces era, precisamente, el jefe del gabinete de ministros. Una compungida muchedumbre acompañó el cortejo fúnebre y otra expectante se concentró a su paso, como se puede comprobar en la fotografía de autor anónimo que acompaña este texto, tomada al paso de la comitiva por la cuesta del paseo de la Estación, y recogida en el libro de Pablo Herce Montiel, titulado “La duquesa de Sevillano y su obra social”. Tras rezársele un responso en la capilla de San Sebastián, en su propio palacio, en la plaza de Beladíez -hoy colegio Maristas-, su féretro fue conducido hasta su magnífico panteón, obra ecléctica de aire bizantino del reputado arquitecto Ricardo Velázquez Bosco, como la mayor parte de las numerosas construcciones de nueva planta y reformas que promovió la duquesa en Guadalajara, incluido el hoy tristemente semi-arruinado y abandonado Poblado de Villaflores.
    Un dato a tener en cuenta: las obras de su fundación se iniciaron en 1885 y casi treinta años después, cuando se enterró en el panteón a doña María Diega, aún estaban inconclusas, especialmente las del propio edificio funerario. La causa parece estar en que ella era muy aprensiva y creía que, si se acababan esas obras, pronto moriría. Seis años después de su entierro, el gran escultor Ángel García Díez concluía los trabajos de ejecución del magnífico grupo escultórico en el que descansa para siempre; en él se combinan basalto y mármoles de tres orígenes distintos: Granada, Alicante y Santander. Un panteón que es una extraordinaria y singular obra arquitectónica, enriquecida con magníficos elementos decorativos -incluso mosaicos de Rávena-, escultóricos -todos de García Díez- y pictóricos -de los que es autor el reconocido pintor Alejandro Ferrant- que no todos los guadalajareños conocen, pero que deberían conocer porque, ciertamente, se trata de una maravilla pues es digna de admirar.