El fuego
Que somos un país de extremos, tanto en lo climatológico como en lo político, es algo obvio. Y para demostrarlo no es necesario salir de Guadalajara. Recordemos las prolongadas, casi sempiternas, sequías que solemos padecer cada año y, por contraste, la gran riada que arrastró coches y mobiliario en Almoguera y, poco después, la tragedia de su cercana Yebra, donde una tremenda e impensable tormenta se llevó en agosto de 1995 nueve vidas y destrozó medio pueblo. Pero es otro el riesgo extremado que invariablemente se repite en cuanto el campo amarillea y el calor agobiante se hace crónico y es noticia de telediarios y sección de sucesos. Me refiero a los incendios forestales Y aquí resulta doloroso recordar aquel día fatal de hace ahora diez años (16-7-05) en que una imprudencia provocó un incendio en Riba de Saelices que ocasionó la muerte de once jóvenes forestales del retén de Cogolludo, sorprendidos en una hondonada por las llamas. Y resulta casi irónico comentar que, frente a la teoría del griego Heráclito, que consideraba hace más de dos mil años que el fuego es un elemento de vida, los escarmentados alcarreños de hoy, los vecinos de la Serranía del Ducado de ayer, y, sobre todo, los familiares y cuantos recuerdan diez años después a aquellos once héroes, opinarán que el fuego es un elemento de destrucción y muerte, lo que tiene más lógica que las teorías de Tales de Mileto y Anaxímenes, contemporáneos, siglo más o menos, de Heráclito, que atribuían, respectivamente, al agua y al aire los mismos efectos. Hoy sabemos que los incendios forestales se propagan por la desidia y la lentitud paquidérrmica de las administraciones que tienen abandonados los bosques, sin cortafuegos y, a falta de ganadería, han dejado que la maleza y el matorral se hayan adueñado de los montes. Ahora, al repetirse los incendios veraniegos, nos enteramos de que los estanques y represas que entonces se hicieron para disponer de agua rápida y abundante para los helicópteros en caso de nuevos incendios, hoy están olvidados y obsoletos, algunos derruídos y secos, y los demás llenos de hierba y carrizo, una vez postergada y preterida de los planes oficiales la alarma y la vergüenza política que produjo aquella tragedia de la Serranía del Ducado, en que los responsables autonómicos dirigían la lucha contra el fuego desde su oficina de la capital, sin tomar en serio el incendio ni hacer acto de presencia hasta que no hubo muertos, veinticuatro horas después.