El obispo Victor Damián Sáez, una vida de novela

28/12/2016 - 17:50 Javier Davara

Cuando muere en Sigüenza, su cadáver es conservado en una bañera llena de aguardiente

El obispo de Tortosa, Víctor Damián Sáez, desde la muerte de Fernando VII en el mes de septiembre de 1833, se encuentra albergado en Sigüenza, un excelente y discreto refugio, lejos de su diócesis y de la corte madrileña. Al fin y al cabo, en el seminario seguntino había cursado estudios eclesiásticos, además de ser luego canónigo y catedrático de Teología. El prelado, de sesenta y ocho años de edad, nacido en la localidad alcarreña de Budia, se siente temeroso y desazonado. Su pasado ultra absolutista, conocido por todos, no le augura una existencia apacible. Siendo canónigo de Toledo, en el mes de marzo de 1819, Víctor Damián pronuncia el sermón fúnebre de la reina María Luisa de Parma, madre del monarca, en la madrileña iglesia de san Francisco el Grande. Fernando VII, agradecido por sus halagadoras y prudentes palabras, le nombra confesor real y le incorpora a su camarilla política. Todo un gran honor para el ambicioso eclesiástico. 
    Durante el Trienio Liberal, Víctor Damián Sáez se exilia en Francia y conspira activamente para desalojar del poder a los sucesivos gabinetes constitucionales. Vuelve a España en compañía de los ejércitos franceses, los llamados Cien Mil Hijos de San Luis, y es nombrado ministro de Estado de la absolutista Junta de Regencia. El rey, en noviembre de 1823, le designa presidente del recién creado Consejo de Ministros, entonces un órgano consultivo. Víctor Damián Sáez, orgulloso y ufano, refrenda el real decreto que deroga lo legislado en el Trienio y ratifica una disposición condenando a muerte a los sospechosos de liberalismo y masonería. Los embajadores de las potencias aliadas, que habían ayudado al monarca a recuperar su omnímodo poder, alarmados ante las conductas represivas del fogoso clérigo, solicitan y consiguen su cese, un mes después de su nombramiento. Fernando VII, taimado y sinuoso, aleja de la corte al defenestrado ministro pero le premia con el obispado de Tortosa. Víctor Damián, desencantado y rebelde, pero siempre fiel a su hipócrita mentor, no quiere abandonar Madrid y tarda ocho meses en tomar posesión de su alta dignidad. 
    Ahora, a los diez años de estos hechos, el escenario político español es muy otro. Una niña de tres años, Isabel II, hija del desaparecido monarca, es la heredera del trono bajo la tutela de su madre, María Cristina de Borbón, la reina gobernadora. Las insurrecciones carlistas del norte de España incendian el país en una cruenta y larga guerra civil, la guerra de los seis años, y la reina regente, obligada por la historia, se pone del lado de los liberales. 
    El obispo de Tortosa, en estas ingratas circunstancias, desea pasar inadvertido en su vivir seguntino, pero todo se produce de otra manera. Víctor Damián, a mediados del mes de agosto de 1834, recibe una carta de la reina gobernadora reclamando su inmediata presencia en la corte. Nuestro protagonista, preso de una gran zozobra, se teme lo peor. Las recientes matanzas de frailes en Madrid, acusados de envenenar las aguas y provocar una epidemia de cólera, además del recrudecimiento de la guerra carlista, no aconsejan su regreso. 
    El atribulado obispo, aconsejado por amigos y correligionarios, trama un increíble embuste. Simulando cumplir las órdenes reales, hace traer su carruaje episcopal desde Madrid. De buena mañana, unos días después, se despide de los seguntinos y acompañado por su secretario, emprende viaje hasta Mandayona y allí, para resguardarse del calor del verano, descansa hasta la caída de la tarde. Al proseguir el viaje, Víctor Damián ordena al cochero que transite despacio. Favorecidos por la lenta marcha del vehículo, en un determinado tramo del camino, el obispo y su acompañante abandonan silenciosamente la carroza sin que el mayoral, sentado en el pescante, advierta su bien urdida fuga. Los dos hombres montan en unos caballos convenientemente situados y se dirigen velozmente hacia Sigüenza. Al pasar por la Cabrera son detenidos por unos vecinos temerosos de ser contagiados por la epidemia de peste. Una generosa gratificación y unas cortesas palabras, sin desvelar nunca la identidad de los fugados, posibilitan continuar la marcha. 
    Al llegar a Sigüenza las puertas de las murallas están cerradas. Víctor Damián Sáez accede a la ciudad por un resquicio de los muros y se esconde en una casa de la calle Mayor, propiedad del yerno de Joaquín Gaitán, contigua a la iglesia de san Francisco, a esperar tiempos mejores. Comienza para el obispo un largo y difícil período de ocultación y silencio, con continuos cambios de domicilio para no ser descubierto. Pese a la sospecha de algunos, pocos seguntinos sabían de su existencia; solamente ciertas personas de confianza responsables de su cuidado y algunos sacerdotes que atendían su salud espiritual. Casi cinco años más tarde, en el mes de febrero de 1839, el prelado enferma de gravedad y fallece en una vivienda de la calle de Guadalajara. Se cuenta que el general Ramón Cabrera, jefe carlista del frente de Levante, antiguo seminarista de Tortosa, al saber que su obispo estaba escondido en la ciudad, pone cerco a Sigüenza. Al conocer su fallecimiento, el famoso soldado desiste de su empeño. 
    La muerte de Víctor Damián atemoriza a sus encubridores. No se atreven a comunicar la triste noticia hasta estar seguros de no ser castigados. En una audaz y fantástica maniobra, ideada por el médico Gaitán, embalsaman los restos del obispo y los depositan en una bañera llena de aguardiente, para evitar su descomposición, y juran solemnemente guardar tan macabro secreto. Siete meses después, en septiembre de ese mismo año, Joaquín Gaitán, una vez terminada la guerra carlista, escribe a la reina dando cuenta del ya lejano óbito. El ministro de Gracia y Justicia, el molinés Lorenzo Arrazola, ordena al juez de primera instancia de Sigüenza el levantamiento del cadáver y su entrega a las autoridades diocesanas. Con gran sigilo y precaución, en la madrugada del día 12 de septiembre del mismo año, cuatro hombres conducen al difunto, en tenebroso y fúnebre cortejo, “sentado en una silla de manos y vestido con un alba”, por las desiertas calles seguntinas hasta el dintel de la puerta del Mercado de la catedral seguntina. Tres sirvientes del templo recogen el cadáver y lo trasladan a la sala capitular, situada en el claustro, donde es entregado por el juez al gobernador eclesiástico, el canónigo doctoral Gregorio García Barba. Todo un tétrico rito misterioso digno de ser narrado por los novelistas románticos de la época. Al día siguiente se anuncia oficialmente la muerte del obispo al cabildo seguntino. Los capitulares, reunidos en sesión extraordinaria, acuerdan abrir al público la sala donde estaban preparados los despojos del prelado, ya “revestidos de los ornamentos pontificales”; después celebrar un solemne funeral en la capilla Mayor de la catedral y terminada la ceremonia religiosa, se les “diese sepultura eclesiástica” en la capilla del Cristo.
    Pasados más de diez años, el 5 de julio de 1850, el nuevo obispo de Tortosa, Damián Gordo Sáez, sobrino de nuestro protagonista y natural de Cantalejo, solicita la traslación de los restos de su tío a la capital de esa diócesis. Como si de un trágico retorno se tratase, en el siguiente mes de octubre, un “coche enlutado”, situado frente al atrio catedralicio, seguido por otro carruaje ocupado por los sacerdotes comisionados para tal fin, traslada hasta Tortosa el cadáver del combativo obispo que es enterrado, una vez más, en la capilla del Santísimo de su templo capitular, en una sepultura ornada con escudo y blasón. De este modo termina la singular historia, sin olvidar las extravagantes peripecias ocurridas después de su muerte, de Víctor Damián Sáez, un controvertido clérigo alcarreño en los años finales del proceloso siglo XIX.   
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Javier Davara es profesor Emérito de la Universidad Complutense de Madrid.