El odio

10/02/2018 - 17:48 Marta Velasco

No es odio la antipatía, aunque lo diga el diccionario, como no es amor el sexo de fin de semana.

Esta temporada, el enemigo personal de muchos españoles es el fugitivo Puigdemont, con toda la razón, por cierto. Las redes arden y millones de españoles opinamos y nos intercambiamos chistes sobre él, damos el consabido like y devolvemos otros comentarios desagradables contra este hombre al que, hasta hace nada, hemos temido por su obsesiva idea de romper España saltándose todas las leyes vigentes. Seguramente los independistas le amen, pero el rencor se extiende como el aceite y, no sólo se odia a Puigdemont y a su partido, sino que algunos demasiado impetuosos dicen odiar a su familia, al pueblo catalán que le ha apoyado e incluso a las coles de Bruselas y a la ciudad belga que ha recibido al político en fuga.
    Calificamos como odio o amor una variedad de emociones, cuando en realidad esa calificación no es adecuada. No es odio la antipatía, aunque lo diga el diccionario, como no es amor el sexo de fin de semana. Ambos sentimientos son trastornos semejantes en su intensidad. El amor es una pasión alocada, egoísta y perturbadora, pero muy hermosa y placentera. En cambio, el odio es una auténtica rata de alcantarilla que anida en el alma y se come la alegría.
    La escritora María Antonia Velasco describe el odio en su poema Días de odio como una catástrofe total: “Dinamitar estas cuatro paredes sobre el mundo en pedazos, / con tan sólo la fuerza cautiva del aire en mis pulmones/ y quedarme a mirar cómo crece a empujones la ola de mi ira, / cómo tragas la espuma de tus lágrimas. Y cómo me suplicas” ... No está escrito para este asunto catalán, pero define el odio perfectamente.
    Lo que pasa en Cataluña es triste y duro para el resto de los españoles, y mucho más para los catalanes que viven allí y prefieren acatar la Constitución que votamos todos en 1978. Así está la situación política en nuestro país y, en relación con la independencia, el rencor es real y también la tristeza, porque Cataluña es, para muchos de nosotros, un lugar de culto. La pena y la rabia por sentirnos rechazados se ha convertido en aborrecimiento: odiamos a Puigdemont, uno de los máximos responsables del intento de ruptura, detestamos su peinado, su discurso, sus triquiñuelas políticas y su terca superioridad de iluminado.
    Lo de las redes con Puigdemont, lo mío con Puigdemont, se está cronificando y va convirtiéndose en un aburrimiento, un fastidio, un tedio mortal de verle aparecer en todas partes con su sorda obsesión separatista.  Ahora, a pesar del palacete napoleónico en Waterloo, caro y con sauna, le hemos perdido el miedo y nos está dando hasta lástima, pues, a partir de ya, o tendrá que pagar sus deudas con la justicia o será para siempre un hombre sin patria y sin destino.
     Si Puigdemont no logra sus propósitos, limpiaremos de odio nuestras almas, sentiremos una punzada de compasión por el hombre y celebraremos su derrota. Y, ya, tranquilamente, camino del olvido, podremos tenerle tirria, ojeriza, manía, encono, fila, fobia, acrimonia, hartazgo, antipatía. Nuestro maravilloso idioma tiene palabras a cientos para denominar los sentimientos de aversión. Aunque confieso que, si triunfase, le odiaría eternamente.