El Palacio del Infantado, la última corte de Mariana de Neoburgo

15/05/2017 - 21:15 Javier Davara

Las murallas de Guadalajara se vislumbran en la lejanía. Atrás quedan valles y collados, páramos y ríos de la vieja Castilla. Una lujosa carroza, guarnecida con las armas reales, en una suave tarde de comienzos de otoño, se dirige al reluciente palacio de los duques del Infantado. Es el año de gracia de 1738. Mariana de Neoburgo, viuda del rey Carlos II, postrer monarca de los Austrias españoles, alcanza el hogar de los Mendoza tras un largo exilio en tierras francesas. Lleva más de treinta años fuera de España y espera encontrar en Guadalajara, una de las dieciséis ciudades de las cortes castellanas, la quietud necesaria para aliviar sus dolencias. La reina viuda, de setenta años de edad, en su viaje por Atienza y Jadraque, había recordado una fantasía popular. Según dicen, las montañas alcarreñas, al ser recorridas por los vientos, truenan y mugen con agudos sones, prolongados y potentes, que infunden pavor a los corazones medrosos. Mariana no había notado nada extraño.
    Al entrar en el delicado patio gótico, donde juegan las almas de los antiguos señores, Mariana se muestra satisfecha y agradecida. Antes de su llegada, deseando acondicionar el palacio, había ordenado emprender diversas labores de albañilería, carpintería y aderezo. Ahora, todo está en orden. Excelentes y valiosas piezas, un centenar largo de espléndidas pinturas, además de numerosos objetos de oro y plata, vestidos y atuendos, joyas y relojes, muebles, libros, esculturas, ropas de cama y mesa, ornan las salas y estancias de la noble mansión mendocina. No puede olvidar la gran generosidad de la duquesa del Infantado, la granadina María Teresa Francisca de Silva Mendoza, esposa del marqués de Távara, por haberle cedido su monumental palacio. Sabrá cuidar de él.
    Pese a los años, Mariana de Neoburgo es todavía una mujer elegante, de primoroso gusto y gran sensibilidad, mentora de artistas y pintores, y una refinada coleccionista de obras de arte. Una mujer alta de busto prominente, enérgica y orgullosa, tal como luce en un hermoso retrato, expuesto hoy en el Museo del Prado, montada en un caballo blanco y ataviada con un largo vestido rojo, obra de Luca Giordano, hispanizado como Lucas Jordán, excelso autor de los frescos del monasterio de El Escorial. 
    Mariana de Neoburgo nunca había sido querida por los españoles. Su origen alemán, su fuerte temperamento, el no haber dado un sucesor a su enfermizo y consumido marido, y sobre todo, su terminante apoyo a los Austrias durante la guerra de Sucesión,-al fin y al cabo los suyos-, la habían alejado de súbditos y cortesanos. Ahora, busca vivir placenteramente sus últimos años en Guadalajara, aunque sería feliz si pudiera volver a la corte. 
    La vida de Mariana de Neoburgo, una vez enviudada, se despeña en una ingrata secuencia de sinsabores. En el año 1700, su esposo Carlos II, poco antes de morir, designa heredero al príncipe Felipe de Anjou, nieto de su hermana María Teresa casada con el rey Luis XIV, soberano de Francia. Mariana, indignada y rebelde, reclama el trono español para sus sucesores de la casa de Austria. Nada consigue. El nuevo rey de España, con el nombre de Felipe V, el primer Borbón de nuestra historia, llega a España en enero de 1701 y advierte al cardenal Portocarrero, arzobispo de Toledo y regente del reino, su negativa de entrar en Madrid mientras la reina viuda permanezca en la capital. Mariana de Neoburgo es confinada en Toledo y más tarde, expulsada de España. La todavía joven reina se acomoda, durante el mes de agosto de 1706, en el castillo de Saint Michael de la ciudad francesa de Bayona, en el castillo de Saint Michael. Allí, Mariana de Neoburgo establece una pequeña corte integrada por destacados personajes. Entre ellos se encuentra Sebastián Durón, el célebre compositor alcarreño nacido en Brihuega, al que nombra maestro de su capilla de música, además del pintor flamenco Jan van Keesel, el Mozo, y su confesor, el jesuita Manuel de Larramendi, conocido historiador y filólogo. Los recuerdos de España, tan queridos y añorados, se vuelven difusos. Ocho años después, todo parece cambiar. El monarca español se casa con la italiana Isabel de Farnesio, su segunda esposa, una mujer con “extraordinarias dotes de energía y talento”, sobrina carnal de Mariana de Neoburgo. La reina viuda quiere regresar a España y recuperar la dignidad perdida. Isabel será su mejor embajadora. No obstante, la espera será muy larga y penosa. Nada menos que veinticuatro años más tarde, Felipe V autoriza el de Mariana de Neoburgo a España pero no considera prudente su estancia en la corte madrileña. Guadalajara será su último destino. 
    Una vez acomodada en la capital arriacense, Mariana, pese a su edad y su inestable salud, fiel a las costumbres de su tiempo, goza de una agradable vida social, acompañada por un reducido grupo de fieles. Los remozados salones del Infantado se abren cortésmente a ilustrados y nobles de la sociedad alcarreña. Apenas unos meses después, en la primavera del año siguiente, Felipe V e Isabel de Farnesio rinden una visita a Mariana y permanecen unos días en Guadalajara. Al término de estas alegres jornadas, la reina viuda, siempre decidida, acompaña a sus sobrinos hasta Alcalá de Henares con el propósito de continuar viaje hasta Madrid. Los reyes, pese al interés y la hospitalidad de Mariana, truncan sus afanes y se despiden de ella. Ha de volver a Guadalajara. 
Los días de Mariana de Neoburgo llegan a su fin. Tras una larga y agitada existencia, con más congojas que contentos, la última reina de los Austrias españoles fallece en el palacio del Infantado, el día 16 de julio de 1740 a los setenta y dos años de edad. Es enterrada, con gran pompa y boato, en el panteón de Infantes del monasterio del Escorial, poco tiempo atrás inaugurado. Su corazón es llevado al madrileño convento de las Descalzas Reales. 
    Mariana de Neoburgo, mediante testamento signado en Bayona poco antes de viajar a Guadalajara, había nombrado su heredera universal a “la reina católica doña Isabel de Farnesio, mi muy cara y muy amada sobrina”. El importante acervo de pinturas y retratos de Mariana, en la actualidad custodiados por Patrimonio Nacional, quedan poder de la reina de España. Entre otras, varias obras de Luis de Morales, llamado el Divino, y otras de Luca Giordano, pintor de cámara del rey Carlos II, al que en otros tiempos, Mariana visitaba a diario, “para animarle a trabajar”, en su estudio de la corte. 
Los albaceas testamentarios, en el verano de 1740, formalizan el inventario de las pertenecidas de Mariana de Neoburgo depositadas en el palacio del infantado. Gracias a los recientes estudios de Gloria Martínez Leiva y Ángel Rodríguez Rebollo, notables investigadores del arte español, sabemos que en Guadalajara quedaron hasta ciento diecisiete pinturas de distintas clases y texturas. De ellas, en opinión de estos estudiosos, es obligado destacar una bella pintura en cobre, de escuela flamenca, La Adoración de los Reyes, de hechura cercana a los audaces modos barrocos de Rubens, hoy conservada en el palacio de la Granja de San Ildefonso. Además, un cuadro sobre lienzo de San Antonio de Padua, atribuido al pintor napolitano Paolo Matheis, también en el palacio de la Granja, y otra del mismo tema, de autor desconocido, albergada hoy en el oratorio del Palacio de Riofrío en Segovia. Igualmente, entre las piezas inventariadas en Guadalajara se citan dos retratos de los reyes de Nápoles, el futuro Carlos III de España y su esposa María Amalia de Sajonia, de indudable mérito. Son las excelsas muestras de la inestimable y vistosa colección artística de Mariana de Neoburgo, una princesa austriaca, hija del Elector palatino del Rhin, que viene a morir en el monumental palacio del Infantado en Guadalajara. Caprichos del destino. 
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Javier Davara es profesor Emérito de la Universidad Complutense de Madrid.