El tragaluz

14/10/2016 - 14:27 Jesús de Andrés

Con las obras de Buero los españoles no sólo se acercaban al abismo de la tragedia española sino que aprendían algo de sí mismos.

Recuerdo bien la fecha. 11 de noviembre de 1985. No se lo debo a mi buena memoria sino a que guardé, y todavía conservo como oro en paño, la entrada y el programa de aquel día. Era entonces yo un imberbe estudiante que cursaba tercer curso de bachillerato (de aquel BUP que hoy parece antediluviano) en el Brianda de Mendoza. Tenía hambre de libros, una curiosidad casi tan grande como mi ignorancia y algunos ensueños literarios, consecuencia de esa ilusión inconsciente que da la primera juventud. Con más osadía que vergüenza, apenas un año antes me había presentado a un concurso literario convocado por la Institución Provincial de Cultura “Marqués de Santillana”, cuyos trabajos ganadores publicaría más tarde la Diputación Provincial, quedando en segunda posición.
    La cita fue en el teatro Coliseo Luengo, que para mí hasta ese momento solamente había sido una sala de cine. Esta vez el motivo no era ver La guerra de la galaxias, a la que recuerdo ir acompañado de mi padre en los 70; ni Excalibur o El resplandor, por citar dos ejemplos que aún tengo vivos de aquellas interminables tardes de domingo de comienzos de los 80, aquellas tardes de pandilla, quioscos de La Concordia y recreativos Ju-Ju o Topete, que a veces acababan en el cine. Se trataba de la Muestra de Teatro Español Contemporáneo, un ciclo organizado por la consejería de Educación y Cultura de la recién creada Junta de Comunidades de Castilla-La Mancha, por aquel entonces tan extraña y lejana como los escenarios de aquellas películas.
    Animado por uno de los profesores de literatura del instituto, el tristemente desaparecido Fernando Borlán, conseguí entradas para toda la semana. El lunes El tragaluz, de Antonio Buero Vallejo; el martes Tres sombreros de copa, de Miguel Mihura; el miércoles La rosa de papel y La enamorada del Rey, de Valle Inclán, el jueves La casa de las chivas, de Jaime Salom; y el viernes Cuatro corazones con freno y marcha atrás, de Enrique Jardiel Poncela. La compañía, dirigida por Antonio Guirau, era el Teatro Popular de la Villa de Madrid. En el reparto había nombres como los de Valeriano Andrés, Pepe Sancho (conocido entonces por su papel en Curro Jiménez), Adriana Ozores, Queta Claver o Tony Isbert, entre otros. Con la única ausencia de Federico García Lorca, fue un recorrido de lujo por el teatro español del siglo XX.
    El impacto que me causó el comienzo futurista de El tragaluz, con dos personajes venidos quién sabe si del futuro que de repente iluminaban un drama que iba desde la guerra civil a la grisura del franquismo, fue imborrable. En la historia, como en toda la obra de Buero, los personajes se movían por el más crudo realismo pero –eso lo supe después- construyendo símbolos a través de los cuales el autor diseccionaba la sociedad de su época, la sociedad de mi época, las sociedades de todas las épocas, pues sus temas eran y son tan universales como el teatro griego, como los de una mitología clásica: la dignidad, la venganza, el amor, la injusticia, la envidia, el honor, la traición, la verdad y la mentira…; la metáfora de un tren que unos cogieron a tiempo y otros perdieron para siempre (aquel tren que Buero esperó en Valencia al finalizar la guerra y nunca llegó), la historia de unos personajes resignados, adaptados a una realidad que les permitió medrar, y de otros personajes que negaron la realidad quedando atrapados en la locura o en el pasado, la contraposición entre la dignidad del loco y la miseria moral del triunfador que actúa egoístamente pasando por encima de los demás.
    Mas adelante vería otras representaciones suyas, como Historia de una escalera o El concierto de San Ovidio, y leería algunas más. Con sus obras, los españoles no sólo se acercaban al abismo de la tragedia española sino que, como bien ha señalado José Carlos Mainer, aprendían algo de sí mismos. Con aquella obra, que hoy da nombre a una sala de su teatro en Guadalajara, yo aprendí aquel día (aquella semana) muchas cosas sobre la ficción teatral, sobre la realidad y sobre mí mismo.
    Al poco tiempo cayó en mis manos …y soñé, el libro póstumo del periodista y escritor José de Juan-García, y descubrí que en otra época, en la Guadalajara de la II República, en un momento de particular efervescencia cultural, habían participado en un concurso literario, a la misma edad en que yo lo había hecho, Antonio Buero Vallejo, Ramón de Garciasol y el propio José de Juan-García. Lo narró Buero, quien ganó en aquella ocasión, en el emotivo prólogo que escribió entonces –en 1979- para el libro de su amigo recién fallecido, y ha sido relatado de nuevo por Pedro J. Pradillo en la edición de la obra vencedora de aquel certamen que ha realizado el Ayuntamiento de Guadalajara como parte de la celebración del centenario.
    No intento, ni mucho menos, comparar un momento y otro, y mucho menos a sus protagonistas, ya quisiera uno llegarles a la suela de los zapatos. Tan sólo quiero reclamar la atención del lector sobre la importancia que una representación teatral o un concurso literario, en los años 30, en los 80 o en el siglo XXI, puede tener sobre un público joven si a él va dirigido. A esa edad, en la que uno es soñador porque tiene todo por delante, puede abrir muchas más puertas de las que imaginamos.
    Se preguntaban hace poco Rubén Madrid y Elena Clemente en las páginas de su impagable cultura enGuada, en el magnífico número de otoño dedicado a la obra de Buero, qué habrá encontrado un muchacho de 16 años entre los actos dedicados a la celebración de su centenario. No sé la respuesta, pero sí sé que si entre los concursos literarios, las lecturas de sus obras, las representaciones, las exposiciones o las publicaciones llevadas a cabo por las distintas administraciones, hay algún joven que se vea atraído por el teatro de Buero o por la literatura y sus valores, habrá merecido la pena. No lo duden.