Ignorar el futuro

01/07/2017 - 13:45 Luis Monje Ciruelo

Más fe merecen a muchos las rogativas religiosas para la lluvia que las predicciones humanas.

Es general opinión que es mejor ignorar el futuro que conocerlo, aunque el hombre se empeñe en adivinarlo mediante augurios, pitonisas, profetas, y modernamente con encuestas, aunque éstas yerran más que aciertan. Ni siquiera los hombres del tiempo, que se basan en la ciencia y a corto plazo, son de total fiar, como vemos cuando anuncian lluvias en tiempo seco y no cae ni una gota. Más fe merecen a muchos las rogativas religiosas para la lluvia que las predicciones humanas. Quizá esa negación del hombre para averiguar el porvenir lo explique la pregunta “¿Y para qué? ¿Para qué conocer el porvenir si la mayoría de las veces no lo podemos modificar?”. Quizá lo que sucedería es que ese conocimiento, que tampoco sería seguro, frustraría muchas iniciativas y anularía muchos proyectos. Porque la verdad es que siempre esperamos que ocurra algo  pero nunca estamos preparados para prevenirlo. Tal vez por eso, al hombre le ha sido siempre vedado conocer el futuro. Por algo los sabios clásicos han sido siempre casi unánimes en que no hay ventaja alguna en conocer el futuro; al contrario, sería doloroso atormentarse sin provecho, decía Cicerón. La anticipación del futuro solo sería positiva si hubiese seguridad cierta de que eso es lo que va a ocurrir. Los augurios o predicciones del estilo de los hombres del tiempo no nos servirían por su versatilidad. De aquí que al hombre le haya estado siempre vedado el saber lo que va a ocurrir. Como un río que nace es el comienzo de una vida, de un curso, de un proyecto, de un matrimonio. Al iniciar su caminar ignoramos si seguirá siempre adelante, si se fortalecerá o si fracasará en cualquier tramo o momento. No todo programa llega a su culmen, ni toda vida alcanzará la senectud, ni todo manantial que brota logrará la categoría de río. A veces, aun siéndolo, se sume en la tierra y desaparece para resurgir después, o se desvanece luego de algún recorrido desangrado  por los riegos o exhausto por la sequía. La imagen de un cauce seco, como hay tantos en España, me parece el símbolo de un fracaso, sea de un río, de una vida, de un curso o un proyecto. La imagen de un álveo sin agua es como una metáfora real del fiasco, frente a la virtualidad de las palabras.  El tropo de un río seco es válido para una vida que perece, para un curso inane  o para un proyecto que se frustra. La figura del nacimiento de un río es siempre entrañable, como la natividad de un niño, la apertura de un curso o la inauguración de una empresa.