Intemperies

24/02/2018 - 13:08 Antonio Yagüe

En su reciente Vidas a la intemperie Marc Badal corrobora el diagnóstico y la muerte de una cultura, reinventada en vano con el famoso turismo rural.

De un tiempo a esta parte abundan los libros sobre el mundo campesino y sus últimos moradores. La mayoría se centran en describir una realidad sin vuelta atrás por un abandono, más o menos a la fuerza o más o menos queriendo. Insisten en una despoblación crónica y tópica tras el magisterio poético en La lluvia amarilla de Julio Llamazares o la radiografía para el debate de Sergio del Molino con La España vacía.
    En su reciente Vidas a la intemperie Marc Badal corrobora el diagnóstico y la muerte de una cultura, reinventada en vano con el famoso turismo rural, que los jóvenes apenas han conocido de oídas. Muy bien documentado y mejor escrito, con una concisión conceptual que atrapa. Por él trascurren generaciones de campesinos que desde el Neolítico han ido moldeando el mundo. Con sus prejuicios e indefensión, siempre a la intemperie ante la naturaleza, la explotación, el abandono e incluso el despotismo de las administraciones y sus “políticas agrarias”.
    Pese a nostalgias y victimismo permanentes, su lectura emociona a quienes el campo ha formado parte de nuestra vida. Con la dureza de sus trabajos, las puertas siempre abiertas, todas las cosas con nombre, y el desconcierto y admiración por lo urbano. Un mundo también con desconfianzas y envidias, al que todo indica que queda a lo sumo una generación. Hemos asistido a la extinción de esa cultura y esa forma de vida. Ahora asistiremos a la extinción de su memoria, lamenta Badal.
    Quedan pocos y cada vez están más solos. Se suprimen comunicaciones, como ha ocurrido en el Señorío con las líneas de autobuses a Madrid, Teruel y Zaragoza, no llega el wifi, menguan los médicos y las atenciones socio-sanitarias… Incluso, como en la Edad Media, el campo se ha vuelto inseguro ante ladrones desalmados. La gente languidece mientras las administraciones, con simposios, programas y fitures, son incapaces de hacer algo para que no se sientan ciudadanos de segunda.
    Es la España olvidada, envejecida, más pobre, más vulnerable, sin atenciones ni servicios para atender problemas básicos. Vivir en el campo ante tantas intemperies se ha vuelto muy duro. No obstante, los urbanitas pueden experimentar allí una riqueza difícil de probar en la ciudad: el horizonte, el aburrimiento, soportarse a uno mismo, mirar alrededor, el vacío, la nada.