Ir a Barbatona

08/05/2015 - 23:00 Luis Monje Ciruelo

Nos invita la Diócesis a participar este domingo en la L Marcha al Santuario de la Virgen de la Salud, de Barbatona, y esta invitación me recuerda la primera de ellas en 1965, feliz iniciativa del obispo don Laureano Castán Lacoma. Pero no era la primera vez que yo lo hacía, aunque no en este segundo domingo de mayo, sino a primeros de septiembre, en que desde tiempo inmemorial lo hacían los pueblos de la comarca. No sé si en 1936, comienzos de la Guerra Civil, pero sí en los siguientes, fui desde Palazuelos en carro engalanado y andando a través del pinar, a rezar a la Virgen y a contemplar los ingenuos exvotos que colgaban de las paredes del Santuario, que luego fueron retirados alegando razones higiénicas. Aquella especial marcha por olorosos pinares me inspiró un romance que publicó el entonces Eco Diocesano: “A la Virgen escoltar/ por las calles diminutas/ del minúsculo lugar/. Y volver sin prisa al pueblo/ cuando el sol se va a ocultar/ que el camino es conocido/ y es hermoso contemplar/ las estrellas que se encienden/ al compás de nuestro andar”. Entonces, la carretera estaba flanqueada en todo su recorrido por altos chopos, que luego fueron sacrificados en aras de la seguridad vial, como ahora se dice. Y la Marcha, en suave cuesta arriba, tenía sus tintes poéticos en medio de un paisaje que era una pura explosión primaveral, donde la belleza de los campos compite con el sentimiento religioso en una procesión entre mariana y campestre, entre religiosa y deportiva. Y eso, en una mañana endomingada, normalmente bajo un sol recién estrenado que se colaba entonces entre las hojas recién estrenadas de los chopos, hoy inexistentes. Cada vez que escribo sobre esta Marcha no puedo evitar la mención del poeta León Felipe, farmacéutico que fue de Almonacid de Zorita, cuyos restos descansan en Méjico, sin que haya prosperado la iniciativa de traerlos a España. Bajo la bóveda gótica de los árboles –decía yo hace 35 años-, los rezos y los cánticos alcanzan una dimensión primitiva, una evocación casi medieval, de auténtico peregrinaje, a la que quizá aludía León Felipe en su poema: “Ser en la vida romero/ romero sólo que cruza/ siempre por caminos nuevos…sin más oficio, sin otro nombre y sin pueblo. Pasar por todo una vez, ligero, siempre ligero…que no hagan callo las cosas ni en el alma ni en el cuerpo”. Y termina con una gran verdad: “Para enterrar a los muertos cualquiera vale, cualquiera, menos un sepulturero”.