Jesucristo, la gran esperanza
10/12/2011 - 11:22
El ser humano no puede vivir sin esperanza. Todos, en cada momento de la vida, nos planteamos distintos retos u objetivos, que nos ayudan a mantener viva y activa la esperanza. Entre estos retos podríamos señalar la consecución de una buena posición profesional, la obtención de un título académico, la búsqueda del bienestar material o el desempeño de un cargo político o profesional.
Sin embargo, una vez que vamos consiguiendo las metas que nos hemos propuesto y las esperanzas llegan a su cumplimiento, nos damos cuenta de que lo conseguido no nos deja plenamente satisfechos y, por tanto, no nos proporciona la felicidad que esperábamos alcanzar. Ante esta constatación solo cabe la resignación o la búsqueda constante de una esperanza firme, permanente y creíble.
Si los descubrimientos científicos, los progresos técnicos, el reconocimiento social o la adquisición de bienes materiales no son suficientes para asegurar la esperanza, que el ser humano desea o aspira a conseguir, será preciso buscar en otro lugar una esperanza que vaya más allá de lo finito y material, es decir, que sea algo infinito. Será necesario encontrar una esperanza más grande y más acorde con las inquietudes del corazón humano que le ayude a cada persona a permanecer cada día en camino y que no la cierre sobre sí misma.
Esta verdadera y gran esperanza del ser humano solo puede ser Dios, que permanece firme y fiel a pesar de las desilusiones y dificultades. Pero no un Dios cualquiera, sino el Dios de rostro humano que nos ha amado, que nos sigue amando hasta el extremo y que nos puede proponer y dar lo que nosotros solos no podemos conseguir. Por eso, como señala el Papa Benedicto XVI, en la encíclica «Spe salvi», «quien no conoce a Dios, aunque tenga muchas esperanzas, en el fondo está sin esperanza, sin la gran esperanza que sostiene toda la vida (cf. Ef 2, 2)» (n. 27).
Cuando se acercan las celebraciones de Navidad, a los cristianos y a quienes no creen en Dios nos vendría muy bien contemplar a ese Dios de rostro humano, que nace, muere y resucita por nuestra salvación, que nos ofrece el único amor capaz de redimirnos de nuestras limitaciones y que nos abre a la trascendencia. Sólo la experiencia del amor de Dios nos da la posibilidad de perseverar cada día sin perder el impulso de la esperanza en un mundo que por naturaleza es imperfecto. Cuando todos nos abandonan, nuestro Dios permanece fiel; cuando nadie nos escucha, Él sigue dispuesto al diálogo; cuando los más cercanos se olviden de nosotros, Él está siempre dispuesto a ayudarme. Tendríamos que preguntarnos: ¿No estará en el olvido de Dios, como fundamento de la esperanza, la realidad de desconcierto, insatisfacción, desánimo y desaliento que observamos en la sociedad? ¿Habremos fabricado dioses a nuestra medida, incapaces de ofrecer esperanza y salvación al ser humano?
Que María, la que encarnó la esperanza de Israel, la que esperó contra toda esperanza el cumplimiento de las promesas de Dios, sea para todos, en este tiempo de Adviento y siempre, intercesora y modelo de esperanza. Con mi sincero afecto y bendición.
Sin embargo, una vez que vamos consiguiendo las metas que nos hemos propuesto y las esperanzas llegan a su cumplimiento, nos damos cuenta de que lo conseguido no nos deja plenamente satisfechos y, por tanto, no nos proporciona la felicidad que esperábamos alcanzar. Ante esta constatación solo cabe la resignación o la búsqueda constante de una esperanza firme, permanente y creíble.
Si los descubrimientos científicos, los progresos técnicos, el reconocimiento social o la adquisición de bienes materiales no son suficientes para asegurar la esperanza, que el ser humano desea o aspira a conseguir, será preciso buscar en otro lugar una esperanza que vaya más allá de lo finito y material, es decir, que sea algo infinito. Será necesario encontrar una esperanza más grande y más acorde con las inquietudes del corazón humano que le ayude a cada persona a permanecer cada día en camino y que no la cierre sobre sí misma.
Esta verdadera y gran esperanza del ser humano solo puede ser Dios, que permanece firme y fiel a pesar de las desilusiones y dificultades. Pero no un Dios cualquiera, sino el Dios de rostro humano que nos ha amado, que nos sigue amando hasta el extremo y que nos puede proponer y dar lo que nosotros solos no podemos conseguir. Por eso, como señala el Papa Benedicto XVI, en la encíclica «Spe salvi», «quien no conoce a Dios, aunque tenga muchas esperanzas, en el fondo está sin esperanza, sin la gran esperanza que sostiene toda la vida (cf. Ef 2, 2)» (n. 27).
Cuando se acercan las celebraciones de Navidad, a los cristianos y a quienes no creen en Dios nos vendría muy bien contemplar a ese Dios de rostro humano, que nace, muere y resucita por nuestra salvación, que nos ofrece el único amor capaz de redimirnos de nuestras limitaciones y que nos abre a la trascendencia. Sólo la experiencia del amor de Dios nos da la posibilidad de perseverar cada día sin perder el impulso de la esperanza en un mundo que por naturaleza es imperfecto. Cuando todos nos abandonan, nuestro Dios permanece fiel; cuando nadie nos escucha, Él sigue dispuesto al diálogo; cuando los más cercanos se olviden de nosotros, Él está siempre dispuesto a ayudarme. Tendríamos que preguntarnos: ¿No estará en el olvido de Dios, como fundamento de la esperanza, la realidad de desconcierto, insatisfacción, desánimo y desaliento que observamos en la sociedad? ¿Habremos fabricado dioses a nuestra medida, incapaces de ofrecer esperanza y salvación al ser humano?
Que María, la que encarnó la esperanza de Israel, la que esperó contra toda esperanza el cumplimiento de las promesas de Dios, sea para todos, en este tiempo de Adviento y siempre, intercesora y modelo de esperanza. Con mi sincero afecto y bendición.