La huelga feminista

09/03/2018 - 18:28 Jesús de Andrés

Nunca un 8 de marzo había tenido la repercusión que ha tenido este año.

  Debo reconocer que cuando hace unas semanas oí hablar de la convocatoria de una huelga general feminista coincidiendo con el Día Internacional de la Mujer lo primero que pensé es que se trataba de un error. Dentro del amplio repertorio de acción colectiva disponible, la llamada a la huelga no me parecía ni conveniente ni adecuada a sus fines porque para ser exitosa requería de tres elementos que no se daban: tener una reivindicación claramente definida, señalar a quién perjudicaba la acción y tener un interlocutor con quien negociar. Si se pedía algo tan genérico como la “igualdad”, si el daño se hacía a los grandes empleadores –los empresarios y la Administración– y si el mensaje no se sabía si iba dirigido al Gobierno o a “los hombres” en general, tenía todas las papeletas para ser un fiasco.
   Debo reconocer también, a la vista de lo ocurrido, que estaba equivocado. Nunca un 8 de marzo había tenido la repercusión que ha tenido este año. Jamás se había hablado tanto de ello y, por tanto, de los problemas señalados por las feministas: la desigualdad, sí, pero también la brecha en los salarios y en las pensiones, la violencia de género, la precarización del empleo femenino, el difícil acceso a puestos de poder… Más allá de las cifras de participación, que en esta ocasión poco importan, es cierto que la huelga ha introducido en la agenda política la situación de la mujer, de ahí su éxito, más allá de que se compartan o no sus pretensiones.
   Es cierto que la huelga fue convocada por la Comisión 8-M, un confuso conglomerado de asociaciones feministas radicales, y que el llamamiento a la huelga general de 24 horas fue realizado por dos sindicatos de corte anarquista (la CGT y la CNT, organizaciones masculinas donde las haya) a los que a última hora se sumaron UGT y CCOO con paros de dos horas. Es cierto que el manifiesto convocante era un delirio de lugares comunes (la lucha contra la desigualdad, el capitalismo, el cambio climático, la fobia contra el movimiento LGTBIQ –¿alguien sabe a estas alturas qué significan esas siglas?–, la pobreza, el neoliberalismo, la exigencia de “despatologización” de la vida de las mujeres, la apuesta por la soberanía alimentaria de los pueblos o la defensa del “trabajo de muchas compañeras que ponen en riesgo su vida por defender el territorio y sus cultivos” (¿se referirá a las Fuerzas Armadas?, pensé). Todo eso es cierto, pero también que la convocatoria fue ganando poco a poco emotividad y simpatizantes a partes iguales. Lo importante ahora para una causa tan de sentido común como la defensa de los derechos de la mujer sería desechar el radicalismo absurdo y evitar que este movimiento se convierta en una ideología que, como toda ideología, se apoye en la tensión y en la exclusión del otro, sobre todo porque ese otro somos la mitad de la humanidad.