La siega
Nos hemos enterado los urbanitas de la capital, embebidos como estamos, en nuestros viajes, nuestros deportes, nuestros veraneos, nuestras fiestecillas más o menos medievales, de que el resto de la provincia está en plena recolección? ¿O será que yo creo que el campo de hoy es tdavía el que viví a los doce años durante la Guerra Civil? ¿Recorrí el sábado pasado tierras briocenses entre el Henares, el Tajuña y el Tajo y al ver las primeras cebadas segadas, con los haces ordenadamete colocados en el rastrojo, como segadas a máquina, no pude evitar la evocación de aquellas tremendas jornadas de mis años niños, de siega a mano, desde el amanecer hasta el anochecer, desde antes del orto hasta después del ocaso, en que no había más mundo en los pueblos que el de la paja y el grano: el de las angueras para el acarreo de la la primera y los sacos para el segundo. Casi me atrevería a decir que el campo no existe ahora para la ciudad, lo que quizá sea mucho decir en una provincia eminentemente rural como la nuestra. Pero las pruebas son evidentes, como se refleja en la publicidad. Hace cincuenta años en estas páginas predominaban los anuncios del campo: hoy, nos abruman los de servicios e industrias, muchos más buscando trabajo que ofreciéndolo, por desgracia. Ya no se compran y venden tierras o ganados, ni se necesitan peones ni agosteros. Precisamente porque ya eran raros estos anuncios, en 1980 me inspiró una Brújula de humor un anuncio que pedía un pastor para cabras en El Ordial, artículo recogido en mi libro Guadalajara desde el Ayer, en el que después de aludir a la mucha literatura engastada por los poetas a la profesión de pastor, desde la Biblia y Virgilio a Gabriel y Galán, pasando por San Juan de la Cruz, dudaba entre seguir de periodista y de funcionario o marcharme a la Sierra a guardar una punta de cabras, hacer quesos, comer calostros, poner lazos para coger conejos, pescar truchas con trasmallo y echarle pan al vuelo al perro que me miraría atento mientras yo comía pan y chorizo con navaja sentado en una piedra en el hatajo. Aunque también probablemente tendría que pelearme a cantazos si mi ganado se metía en un predio ajeno. Y terminaba diciendo :Cuando el jefe gruñe y la tensión me agobia releo el anuncio y sueño con un horizonte de montes y libertades entre cabras. Porque seguramente allí hay menos cabritos que en la ciudad.