Lutero (y II)

28/01/2018 - 11:49 Ciriaco Morón Arroyo

En España tenemos unas instituciones, convertidas en cultura popular, que no son compatibles con el luteranismo: la vivencia de la libertad de albedrío, la fiesta del santo y la devoción a la santísima Virgen.

En Nueva Alcarria del 12 de enero nos recordaba el señor obispo que del 18 al 25 se celebra la semana de oración por la unión de las iglesias cristianas. Por eso escribí el artículo anterior sobre Lutero. Yo comencé a estudiar su obra por dos razones: primera, porque en los libros de historia de España se repetía que nuestra nación “se agotó” en el siglo XVI en la lucha contra el protestantismo. Esta tesis imponía el estudio de esa fuerza que al parecer nos hizo tanto daño. La segunda razón es que al clasificar los hitos intermedios entre las edades media y la moderna, pero todos auténticos saltos hacia la modernidad, Lutero resulta imprescindible. Esos hitos fundamentales son: 1) Lorenzo Valla (1407-1457), que ataca frontalmente a la escolástica e introduce una nueva manera de leer la Biblia y de leer en general; 2) la invención de la imprenta; 3) el descubrimiento de América; 4) Lutero (1517), que cambia la historia de Europa, El Príncipe (1532) de Maquiavelo, que esboza la metodología de las ciencias sociales modernas; y 6) Copérnico y Vesalio (1543) con la nueva astronomía y biología. En la segunda mitad del siglo XVI y primera del XVII surgen Galileo, Descartes y los distintos aspectos de la modernidad europea. Siempre me pareció que la doctrina luterana de la “sola Escritura” frente a la tradición es contradictoria, porque los evangelios en concreto son producto de la tradición. La constitución de la Iglesia desde el papado y los rangos de la jerarquía, naturalmente no fueron introducidos por Jesucristo, pero se constituyeron por la necesidad de organizar una sociedad que se extendió por todo el mundo conocido. Una comunidad de quinientos discípulos puede vivir itinerante y sin más organización que la mirada al maestro; pero una sociedad de millones de personas necesita unos órganos de enseñanza, y estructura jurídica y económica. Además, nosotros en España tenemos unas instituciones, convertidas en cultura popular, que no son compatibles con el luteranismo: la vivencia de la libertad de albedrío, la fiesta del santo, y la devoción a la Santísima Virgen. La experiencia de la libertad en nuestras decisiones para el bien o el mal es innegable, al margen de la confesión que tengamos. Sobre esa experiencia existencial, la doctrina luterana de la predestinación superpone una teoría siempre discutible. Y la veneración especial a la Virgen va unida en España al respeto por la madre y su papel en la familia. Siempre me he sentido acogido por esa experiencia de la madre. En 1960, en una sesión del Instituto Grabmann de la Universidad de Munich, leímos una frase de San Buenaventura: “A Jesús por el Espíritu Santo”. El maestro Schmaus se dirigió a mí y me dijo con cierta sorna: “Ustedes los españoles dicen a Jesús por María”. Ese tono irónico me hizo pensar que quizá el aspecto de la devoción a la Virgen nos distinga a los españoles no solo de los luteranos, sino también de los católicos alemanes. A mí me pasó con Lutero como con Marx: cuanto más los leí, impulsado por mi obligación de explicarlos en mis clases, más inmunizado quedé frente a sus doctrinas. Naturalmente, no todo en Lutero es anticatólico. Yo he admirado siempre su insistencia en la seriedad, como actitud ante la vida, y su insistencia en leer la Biblia. Sin embargo, en algún momento debí de decirle a alguien que estaba estudiando su obra, y de ahí se formó un bulo populachero. En 1958 vino a Guadalajara como primer rector del seminario-colegio de San José, don Mariano Moreno, hasta entonces párroco de Pastrana. Él y sus hermanas me quisieron siempre mucho; en los veranos yo era un ratón del archivo parroquial y él admiraba mi pasión por aprender. Pero un día, estando de vacaciones desde Munich, subía yo por la Calle Mayor de Guadalajara y me encontré con una hermana de don Mariano y una amiga. Me acerqué a saludarla con el entusiasmo de siempre y ella me respondió apartándose y con un gélido “Hola”. Le pregunté: ¿qué delito he cometido? Y me contestó: “no nos das ninguna envidia; hemos oído que te has hecho luterano”. ¡Ironía!