Navegar por el río Tajo (II)

20/12/2016 - 20:48 Javier Davara

En los postreros días del mes de agosto, allá por el año 1755, los ingenieros José Briz y Pedro Simón, se aposentan en el gustoso y recóndito caserío de Huertapelayo. A lomos de vigorosas cabalgaduras, asistidos por dos criados y un guía del país, vienen de contornear las riberas del Tajo, “el de las ninfas y los ninfos”, -en expresión del impagable Luis de Góngora- desde los confines de Molina de Aragón. Facultados por el alcalde cortesano Carlos Simón Pontero, nacido en Chillarón del Rey, investigan la posibilidad de navegar por el río, un viejo y quimérico sueño antes pretendido en distintas ocasiones. 
    Los competentes viajeros, en áspera y fatigosa marcha, tras reconocer el puente de Tagüenza, descubren, cerca de Armallones, dos molinos, “uno destruido, y otro nuevo, pero nunca usado, que había costado ocho mil reales”, ya medio mordido por la bravura de las aguas. Por un laberinto de fragosidades, nunca holladas, alcanzan la peña Agujereada, donde está “la tormellera de Ocentejo, –la hoz del Tajo- “subiendo por peñas y riscos, a nado o a pie, hasta detenerse en Valtablado del Río. En la jornada siguiente, 29 de agosto, a diestra mano, avistan los términos de Oter y Carrascosa, y el monasterio de Óvila de los Caballeros, de obediencia cisterciense, -fatalmente vendido y expoliado en el pasado siglo- entre grandes encinares y pocos pinos, “pues aquí acaba la sierra y entran las Alcarrias. A la izquierda –anotan en sus cuadernos- se encuentran los pueblos de Morillejo, Azañon y La Puerta”.
    Un todavía joven Tajo, maternal y juguetón, zigzaguea por los dulces pagos alcarreños, de sabor a miel, mientras José Briz y Pedro Simó se presentan en Trillo, un pintoresco paraje acunado por murmullos de aguas. Los antiguos y famosos baños, allí existentes, según observan los caminantes, muestran “un gran desaliño, explicado por la orografía del río”. Las gentes se bañan, visten y desnudan en la misma poza en que mana el agua, “sin un pequeño cubierto o abrigo y con tanta indecencia” que fue preciso levantar una “corraliza, ya arruinada”. No obstante, -añaden convencidos- estas “prodigiosas aguas minerales”, que fluyen hacia lo alto, “con gran virulencia y a borbollones”, a modo de “racimos de plata fluida”, son dignas de admiración. Sin duda, serían de gran provecho para “el rey, o a quien se dedicara a construir habitaciones cómodas para los bañistas”. Años después, Carlos III seguirá su acertado consejo. Engalanada con grande “frondosidad de álamos blancos y negros”, la ribereña villa, con más de ciento treinta vecinos, la mayoría carpinteros, alberga muchas serrerías, a la orilla del río, que producen, “con mucho primor, todo género de ventanerías que aún conducen a Madrid a lomo y con mucho coste”. 


    A primera hora de la tarde del día 30 de agosto, los curiosos investigadores recalan en Cifuentes, capital de una comarca que “goza del mejor suelo y cielo de España, abunda en viñas y tierras blancas, muchas arboledas, con un mercado franco de granos todas las semanas”. Reconocen las fuentes que nacen “dentro de la villa condal” y dan vida al río del mismo nombre, el cual, luego de un corto y fecundo recorrido, desboca en el Tajo, en ruidosas cascadas, cerca del puente de Trillo. Al alborear el primer día septiembre, prosiguen su camino, río abajo, en dirección a la ermita de la Virgen de la Esperanza, alzada en un otero cubierto de encinas, cerca de Durón, dotada de una amplia hospedería destinada a cobijar a peregrinos y romeros. Después rastrean meticulosamente las vueltas y revueltas del río, las cuales vadean muchas veces, a fin de examinar los boscajes del terreno. A fin de secar sus empapadas ropas, los aventureros hacen lumbre prendiendo la broza cortada con sus sables. En Chillarón del Rey, patria de su protector Simón Pontero, son auxiliados por vecinos y familiares, a fin de lograr mudar su “desnudez y la de los criados”. Pese a llevar dobles vestidos, zapatos y botas de Inglaterra, devienen descalzos y con los pies en carne viva. Memorables vivencias de un aventurado viaje.  
    José Briz y Pedro Simó, en el apacible refugio de Chillarón, cambian de caballos, desglosan planos y anotaciones, al tiempo de conocen los variados frutos de la tierra, “vinos, aceites, frutas, mieles y flores de azahar”, recolectados en estas feraces vegas. Pocos días después, el famoso puente de Pareja, entonces límite de las diócesis de Sigüenza, Toledo y Cuenca, edificado con “mala madera y casi arruinado”, les acerca, por productivas riberas, al llamado cerro Hijoso, “distante seis leguas de Anguix”. Atrás dejan el 
molino de Sacedón, al cual “se baja entre las peñas de dos montañas, casi unidas, que llaman boca del infierno”. Un bello y turbador entorno inundado ahora por el pantano de Entrepeñas, prisión pétrea del escaso caudal del río Tajo. 
    Sirvientes y viajeros hacen noche en el arriscado castillo de Anguix. Nuevas aventuras los esperan por trochas y sendas. El día 5 de septiembre, de nuevo en dificultoso vagar, siguen las borduras del río hacia el desierto de Bolarque, hasta dar con un monasterio de carmelitas descalzos, hoy en ruinas, asentado en un muy inhóspito rincón. Deseosos de ayuda, solicitan permiso para continuar por el camino, a la sazón cortado por la gran cerca del cenobio. Los frailes, confusos y recelosos, no facultan su entrada, ni tampoco víveres ni paja para los caballos. Después de cuatro horas de un laborioso conversar, a cambio de un cierto dinero, “les franquean una puerta del vallado, dado que no solo habían cortado el camino público, sino el río”. Consumado este infortunado incidente, los caminantes, “rendidos por el hambre y el calor”, duermen en Almonacid de Zorita, “una bonita población abundante en agua”. 
    Llega la hora de apartarse momentáneamente los predios del Tajo. Durante casi una semana, Briz y Simó, junto con su séquito, regresan a Alcocer, de donde había partido la expedición, a reconocer a reconocer y explorar las orillas no visitadas, aguas abajo, del río Guadiela. Terminada tal correría, retornan a Sacedón empeñados en visitar sus antiguos y famosos baños -llamados luego de La Isabela y sumergidos desde 1910 bajo las aguas de la presa de Bolarque- para bosquejar el borrador de sus instalaciones y hacerse “cargo de su estado”. Al igual que en Trillo, la inclemente realidad desvanece sus esperanzas. Descuidadas sus aguas, arruinadas sus dependencias, “costeadas por la reina madre Mariana de Austria -madre del enfermizo Carlos II- en el año 1862”, “están muy cerca de corromperse con otras fuentes circundantes”, al no gozar de cuidado por ser de dominio público. El día 13 de septiembre de 1755, desde el denominado martinete de Pastrana, de nuevo en el Tajo, tras pasar por Zorita de los Canes, “que tiene barca corriente, un puente perdido, pocos árboles y mucho esparto”, la comitiva prosigue su caminar por tierras madrileñas. Meses después, concluido el largo viaje, José Briz y Pedro Simó presentan al rey Fernando VI un proverbial proyecto de ingeniería civil, enriquecido con planos y bocetos. Una vez estudiado por técnicos y especialistas, el monarca autoriza a Carlos Simón Pontero a crear una empresa privada, de Navegación por el Tajo, con un capital de cuarenta y dos acciones, por valor de quinientos pesos cada una. Nunca se cubrirá la suscripción. Los ulteriores intentos de navegar por el Tajo, por tierras de Guadalajara, tampoco llegarán a buen fin. Las ensoñaciones siempre mueren en el despertar. 
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Javier Davara es profesor Emérito de la Universidad Complutense de Madrid.