Otoño
Se asienta el otoño con estrépito. Lo hace en forma de borrasca atlántica, hija de un huracán afortunadamente venido a menos.
Se asienta el otoño con estrépito. Lo hace en forma de borrasca atlántica, hija de un huracán afortunadamente venido a menos. Si el año pasado llegó con timidez, este lo hace con ímpetu, anunciando la nueva estación con fuertes vientos y un amplio catálogo de lluvia. La naturaleza comienza a tornar su color y el verde da paso poco a poco al amarillo, a los tonos ocres, al color terroso, naranja y rojizo que dominará el paisaje en apenas unas semanas. A ratos llueve mansamente, como en la Mazurca de Cela, a ratos con furia, como en una novela de Don Carpenter, arrastrando todo lo que toca. Se suspenden actos, se aplazan planes. Se dejan ver en el mercado las frutas de temporada: membrillos, uvas y peras. Es tiempo de castañas y nueces, de níscalos y setas de cardo, de menos horas de sol y cambio de temperaturas. Se presiente el cambio horario, a punto de caer.
Es también el otoño un momento propicio para visitar monumentos, para disfrutar del patrimonio que, pese a estar frente a nosotros, casi nunca vemos. Las Jornadas Mendocinas y el Tenorio nos animan a conocer o revisitar nuestros palacios, nuestras iglesias, la arquitectura que da forma a nuestro pasado, a la par que disfrutamos del teatro más clásico. La cercanía de las festividades de Todos los Santos y de los Fieles Difuntos da pie a participar en las visitas guiadas organizadas por el Ayuntamiento a las tumbas, mausoleos, panteones y esculturas funerarias de Guadalajara. Es mucho y muy valioso nuestro patrimonio funerario, desde el panteón de la duquesa del Sevillano a la cripta de los Mendoza en la iglesia de San Francisco, pasando por los sepulcros de Rodrigo de Campuzano, en San Nicolás, o de Brianda de Mendoza, en el Convento de la Piedad.
Cuando por fin conseguimos desterrar la patraña, esa tan instalada entre nosotros, de que Guadalajara no tiene nada, se hace difícil a veces sacar pecho por lo mucho que tenemos. La capilla de Luis de Lucena, una joya ahogada por las humedades desde tiempo inmemorial, se cierra ante la amenaza de derrumbe de un muro de la antigua gasolinera Diges. Hace años, décadas, que esta cerró y ahí sigue. Con su cartel de “Se vende” y su abandono acumulado. Y nadie hace ni ha hecho nada por adquirir el solar u obligar a limpiarlo. El papel pintado del Salón Chino de la Cotilla se deteriora por culpa de una mala iluminación. O qué decir del estado de la cripta de los Mendoza, abandonada a su suerte por unos y otros mientras se discute sobre ciudades del cine. Ojalá a nuestros monumentos les llegue pronto la primavera.