Se matan

18/02/2018 - 12:26 Javier Sanz

Eran los reyes del cacagüé, pero Curro Jiménez no los habría dado de alta en su banda pues le habrían levantado hasta los caballos.

Ni vino ni rosas, pintan bastos. El tiempo es un papel de seda que la lluvia destroza. Tenían todo, pero hicieron de la Puerta del Sol un garito donde fueron entrando con barba de tres semanas y un palillo en la boca. Los del tricornio de la puerta de abajo, lo más digno de la casa, se cuadraban ante la chusma, que salía colocándose los huevos sin disimulo por encima de la bolsa de las treinta monedas de plata. Eran los reyes del cacagüé, los herederos del Tempranillo, los primos de los siete niños de Écija, pero Curro Jiménez no los habría dado de alta en su banda pues le habrían levantado hasta los caballos.
    Vestidos de modernos reaparecieron en las esquinas para pregonar que no se habían llevado una puta perra, pero terminaron en el trullo, donde timaron a los colegas y dejaron pufo en la cantina después de la misa. La pasta estaba a salvo, con un cebo en el altillo para infartar a los suegros cuando llegara la pasma, en el único paraíso en el que creen, el terrenal, el de las islas caribeñas, donde nadie reza a otro dios que al Washington impreso en el dólar.
    Se le soltaron las bolas del ábaco a la condesa del carril bus y por cada diez ranas sólo apuntaba una, total los demás eran de misa de una y vermú en José Luis, gente de orden y buenas costumbres, inquisidores en el cinturón rojo, la ruleta fija a rojo impar y el tahúr pulsando por debajo de la mesa. Tenían el chiringuito de la escudería en la planta baja de la fábrica, donde se oía roncar en galego a la hora de la siesta, de 10.00 a 20.00, mientras la ministra de la guerra se afanaba en hincar alfileres cabezones de vudú a una vicemuñeca de trapo.
    Trajeron carne fresca que olieron las hienas, la rajaron y la han colgado del gancho de la carnicería en el mercado de San Miguel, para que se oigan los gritos en La Almudena. Por la plaza Mayor se reparten papeles que acusan a la víctima de incesto, por aparearse con uno de la tribu. Son lo más, la aristocracia del pipo de España, pero entre llanto y lamento se levantan salarios y prebendas de cuatro ceros mientras en las traseras queman las listas del escalafón de los ropones para colocar a sus independientes.
    Se matan entre ellos. En las pensiones de los pueblos, tras la capea, a la hora de repartir las cuatro perras que han salvado, los toreros parecen ángeles de Rubens, comparados con esta tribu. La corte de los milagros apesta. Y no amanece.