Sonaban cohetes

13/04/2018 - 18:00 Javier Sanz

Las hordas del Real Madrid explotaban pólvora tras la debacle del Barça. Los hinchas azulgranas seguntinos se irían a la cama, al menos,escocidos.

El pasado martes, sobre las 22.30, sonaron cohetes en el cielo negro de la ciudad de Sigüenza. Tarde para celebrar el santo del día, por otra parte San Ezequiel, de quien no consta relación con el santoral local ni aun diocesano. Acaso fueran vísperas, las del miércoles, festividad de san Estanislao y santa Gemma Galgani, icono, en tiempos de la movida, de una tropa de pintores de Malasaña que se apropiaron por sí y ante sí de la efigie de la bella de Borgonovo de Capannori. Tampoco. Tierra adentro no servía el ruido para anunciar la llegada del barco de pescadores en dificultades a puerto, ni eran horas para proclamar que el pico había dado con pozo petrolífero ni mina de oro. La cosa era más sencilla: las hordas del Real Madrid explotaban pólvora tras la debacle del Barça, que aunque el ruido no llegara a las vecindades de Tabarnia, al menos los hinchas azulgranas seguntinos se irían a la cama escocidos.
    España y aledaños, en la era del genoma, necesitan de un control cotidiano, como invisible, para que la gente no se eche a las calles más de lo conveniente. Para ello se facilitan unas terminales, como sagrarios, de diverso tamaño que se mide en pulgadas, si bien su consumo no es gratuito como, hasta ahora, la sanidad. A los varones se les programan competiciones de once contra once que en realidad son mucho más, son la identificación religiosa con unos colores, la pertenencia a la tribu a la que hay que seguir hasta tatuarla en la piel, al menos los jefes de la misma, de lo contrario se es apátrida, ente de pensamiento libre, descontrolado, personaje peligroso. Salvo en las trincheras, ubicadas a las puertas de las llamadas ahora, no sin razón, catedrales del fútbol, la cosa es facilona, llevadera: se focalizan las ilusiones con la esperanza de que la tribu levante el trofeo y se lo ofrezca al santo de la ciudad, aunque ni sepa quién fue, ni siquiera su nombre.
    Y en esto andamos. Pasamos de que nos pinten de colorines el altar de la patrona de la diócesis o de que los molinos de don Eolo de la Mancha puedan llegar a cercar el paisaje, ese que Ortega advirtió que podría comprarse entonces con treinta dineros pero cuando venga la liquidación del planeta no podrá pagarse con todo el oro del mundo. Estamos a lo que estamos, a estallarle cohetes en la oreja al prójimo porque su tribu fue eliminada de la gran batalla europea. Sonaban cohetes gloriosos (“cuetes” de Gila) porque todos los días es san Luis –Carandell-, patrón atónito de la eterna España cañí.