Un verano de trilla

26/08/2011 - 00:00 Carmen Niño

 
Fue a finales de los sesenta (quizás aquel verano del sesenta y ocho) cuando conocí a Victoria, una preciosa niña de apenas ocho años, que vivía en un pueblecito de Castilla. Yo había sido destinada como médico en aquel pueblo de no más de ochocientos habitantes.
 
 
   Sus gentes me recibieron con cierto recelo, pues en aquella época no eran muchas las mujeres, que se dedicaban a esta profesión y mucho menos en un pueblecito tan pequeño. Pero todo cambio cuando aquella niña, vino a mi consultorio. Su cara estaba roja por el sol, de aquellos días calurosos de verano. Tenía un malestar en su piel quemada, en sus mejillas y en sus bracitos increíblemente blancos. En aquella época aun no había costumbre de protegerse del sol con cremas protectoras, a lo sumo se ponían los típicos sombreros de paja. Victoria me sonrió mirándome con sus ojos profundos y tímidos. – No te preocupes pequeña, esto se soluciona con una crema que calmará el escozor. – En aquel corto tiempo que duró la visita, la niña me contó que todos los días iba a la era a llevar la merienda a su padre, mientras este realizaba tareas propias de aquella estación, como era la trilla.

   Según seguía su relato, le encantaba subirse al trillo, mientras las mulas daban y daban vueltas a la parva de trigo o cebada, hasta sacar los granos de las espigas. Yo no conocía muy bien aquellas labores típicas, de aquellos pueblos de la moraña, así que le pedí a Victoria si podía acompañarla alguna tarde a llevar la merienda a su padre. Ella aceptó gustosa. La niña me sonrió y salió de la consulta acompañada de su abuela. A los pocos días me acerqué hasta la casa de los padres de Victoria, en la que también vivían sus abuelos, en realidad la casa era de ellos, una casa de labranza que a su vez heredaron de sus padres. Así ocurría de generación en generación, los hijos o él hijo mayor varón heredaba la hacienda y era compartida por el resto de la familia. En este caso el padre de Victoria era hijo único, y así en la casa Vivian los abuelos, los padres, Victoria y dos hermanos más, varones mayores que ella que también ayudaban en las tareas del campo.

  La abuela preparó la merienda. Lomo en aceite, longaniza, pan y vino con gaseosa bien fresquita, acompañado de alguna fruta. Lo metió todo en un fardel, que era una especie de bolsa pequeña, hecha con tela, a rayas o de cuadros y que se ataba con unas cintas o cordones alrededor. De su mano me fui hasta la era. Hacia bastante calor, pero la niña iba con tanta ilusión que no le importaba, eso si nos habíamos ataviado con unos sombreros grandes de paja para proteger la cara. Cuando llegamos nos subimos directamente al trillo, tirado por las mulas y que dirigía magistralmente el abuelo. La sensación que experimente fue mágica, sobre todo al ver la cara de disfrute de Victoria. A la sombra de una pequeña caseta merendamos y bebimos agua fresca del botijo de barro, que cuidadosamente habían metido en el agua fresca del pozo, que se encontraba dentro de la caseta.

   Era increíble como se hacían las cosas para que todo estuviese en su sitio y a la vez que se trabajaba se pudiera disfrutar de un buen almuerzo o una buena merienda. Repetí aquella sensación varios días, aprendiendo a través del padre y el abuelo de Victoria las costumbres de aquellos pueblos, las tradiciones y como eran sus gentes. Algunos me criticaron, otros me aceptaron mucho mejor que al principio, pero no dejaba de ser una mujer diferente a las del pueblo, una mujer médico. Aquel mundo que descubrí en aquel pequeño pueblo, las experiencias, lo que pude hacer con ellos y también los fracasos de mi inexperiencia, los llevaré siempre en el corazón. Han pasado los años, mi trabajo se debe a un gran hospital, dónde nada tiene que ver con la medicina rural. Hoy en mis días de descanso, en esta playa tranquila recuerdo aquel verano de trilla, como uno de los mejores de mi vida.