Viejas tabernas de Sigüenza

11/08/2018 - 11:25 Javier Sanz

Ya no queda ninguna, todo pasa y nada queda. 

Las frecuentábamos más por presupuesto que por exotismo. Un porrón de tinto con gaseosa daba derecho a pasar la tarde en torno a un velador de mármol en el que tirábamos las cartas y posábamos con un celtas corto en la comisura del labio que nos hacía llorar el ojo del mismo lado, sí, pero John Wayne a nuestro lado habría sido un panoli con sombrero de chistera recién apeado de la diligencia. Echábamos la tarde del domingo, salíamos pisando cáscaras de cacahuetes y el amo tan conforme, pues la economía de estos negocios no era otra que no ver vacío el  local, con eso bastaba. El destino tenía el mismo cuadrante que el plan de estudios: 4º y 5º, taberna; 6º y COU, Boris y Molino. 

Ya no queda ninguna, todo pasa y nada queda. La “del Chulo” era al tiempo taberna y tienda de comestibles para reponer las faltas de las mujeres del barrio, el olvido al hacer la compra tres y cuatro calles más abajo: “Ponme medio kilo de arroz, que se me ha olvidado ahí abajo” –y “el Chulo”, a pesar el arroz sin rechistar-. Como las demás, tenía su suelo de madera, sus mesas repintadas en marrón y sus banquetas con un agujero en el medio para levantarlas por ahí con el dedo corazón en forma de gancho. En la  pared, un calendario que no corría, ilustrado con un dibujo de medio pelo de un cazador liando un pitillo bajo un árbol y un perro triste. A mediodía se estampaba el sol contra el suelo del local y los gatos se mudaban perezosos a un rincón.

Al final de la misma calle se abría, hasta hace poco, la del Juanito, también de la Marina, pues estos hermanos se alternaban, sin tener que ponerse de acuerdo. Se accedía por el eje de la calle –años después por el rincón-. Una persiana de cuentas de macarrón en listas rojas y verdes estorbaba la entrada a las moscas y salvando el escalón estabas frente al mostrador. “Señor Juanito, que dice mi abuela que me dé una gaseosa fresquita”. “Ahí va, majete, dos cincuenta. ¿Han subido también los padres?” “También, estamos comiendo todos, y la tía Maripi, que ha venido hasta el domingo.” “Venga, tira, que se calienta. Dales recuerdos, a ver si los veo luego”. “Adiós, señor Juanito, gracias”. Juanito, mire por dónde, hubiera sido el mejor canónigo-guía de la catedral, con su pechera granate, su bonete con borla del mismo color y su manteo de buen vuelo; habría recibido a todo el mundo pero, claro, el templo con tanto relato no hubiera cerrado antes de la medianoche. Juanito bajaba hasta Sacedón a por vino, en un carro, guiado por el sol. Atravesaba cada pueblo y en cada pueblo dejaba amigos. El vino salía cosechero de la tierra de los pantanos y llegaba a la taberna añejo. Juanito convidaba a cada cliente que entraba en su taberna y la Marina le miraba de reojo, pero no decía nada de palabra, sus ojos claros lo decían todo. El Luismi, sin darse cuenta, aprendía por fuera el oficio, o sea, a catalogar a los clientes que es lo único que había que saber en una taberna. Luismi le dio cerrojazo a esta taberna de cien generaciones que se aburría del siglo XXI, aunque nunca se sabe.

Las tabernas se ubicaban no casualmente en el casco viejo. Más abajo se abrían bares y hasta alguna cafetería con nombre de alto rimbombazgo como “París”. En la Travesaña Alta, frente a la plazuela de la Cárcel se agazapaba la del “Negro” –por lo moreno, que no por la raza- bajo una parra. En el piso de arriba y por encargo te servían un barreño de cabezas de cordero asadas que pasaban la aduana de un estómago joven como el que lava. En la barra, lo de siempre, vinazo de porrón, botellines frescos y gramática parda en cada mesa, donde tras cada mirada se alumbraba una tragedia, la del viejo prematuro que eran todos los tabernarios de comunión diaria bajo esa especie.

El Damián no se salía de la norma, lo que hoy llaman diseño. Treinta metros por debajo del torreón de la calle de Valencia la atendía en mostrador de mármol bien lustroso por los codos del dueño, Damíán, que se sujetaba apoyado como si posara inconscientemente para la eternidad, o tal vez como un guiñol de un solo protagonista. Damián era hombre discreto y de muy pocas palabras. Una tarde de sábado se quejaba un seguntino veraneante de que cierto paisano había celebrado el jueves anterior “el día del Trabajo con la UGT, no me jodas”. “Ya” –respondía el Damián a todo responder-. El local no era otro que un rectángulo con las mesas en las orillas, y taburetes de agujero. Otro porrón con gaseosa y una de chicharros escabechados, de aquellos que sólo el pinchazo del abrelatas decía si estaban aptos o caducados, y un mendrugo de pan. Salíamos como si hubiéramos merendado de a millón, despreciando a los que veraneaban en Benidorm, qué sabrían ellos lo que era bueno. Desde allí, a desmano, salvo para los del barrio, podías alargarte hasta el Paniagua, vaya nombre menos a propósito para una taberna. Frente a la puerta de la iglesia de Santa María, la taberna tomó el nombre de su sucesor, “El Pelos”, quien con su voz de fumador de muchos siglos y su socarronería despachaba lo que todas mientras caían tinajas, calendarios y vidas como en vendaval.

 

Nosotros éramos híbridos, entre seguntinos y turistas. Cuando nos dimos cuenta habían cerrado casi todas. Estaban sentenciadas como en la Biblia pues a los amos se les olvidó marcar el dintel con sangre de carnero y el ángel exterminador, o sea, el tiempo, se las llevó por delante casi la misma noche. Pero nunca olvidaré la mirada de aquellos hombres, presos de un porrón, los únicos que lo usaban con medida intentando olvidar que cuando se quisieron dar cuenta de lo que duraba una vida ya no podían emigrar a Madrid. Tenían un pie en el cementerio, les quedaba de vida lo que alzaba el tinto en el porrón, por eso lo estiraban cada tarde.