Francisco Pérez Bodega, soldando por el mundo

28/11/2013 - 15:04 Redacción

Como dice el refrán, de tal palo tal astilla. Poco después de cumplir el Servicio Militar, en Melilla y en transmisiones,  Francisco se marchó a Madrid, a formarse profesionalmente en una escuela de la época. Allí aprendió maestría industrial, especializándose en soldadura eléctrica mediante arco voltaico, bien distinta a la soldadura a calda, que fuera la especialidad del viejo herrero. 
Por dar alguna pista de lo que es, consiste en formar un arco eléctrico entre el metal a soldar y el electrodo utilizado que produce su fusión y la de su depósito sobre las piezas que se quieren unir. Los electrodos son de acero suave, y están recubiertos con un material fundente que crea una atmósfera protectora para evitar la oxidación del metal fundido.
Terminado el curso, a los responsables de la empresa Dragados y Construcciones no se les escapó la pericia de Paco.  Lo incorporaron a su plantilla en el año 1962. Comenzó entonces un largo  periplo profesional que le condujo por toda España, pero también por medio mundo. Francisco se especializó en la reparación de maquinaria que se rompía en mitad de una obra, cuya labor era imprescindible para dar continuidad a los trabajos y ahorrar costes.  Era un maestro. “No he fracasado en ninguna de las soldaduras que he intentado”, dice orgulloso.  Dragados formaba equipos que recorrían el país en una autocaravana,  atendiendo emergencias en unos casos, o bien empleados en obras de envergadura en otros. Así fue como el trillano conoció todas las provincias de España. “Sólo me ha quedado una en la que no he llevado a cabo ningún trabajo, Murcia, y fíjate, ahora tengo una casa allí”, dice. Estuvo destinado incluso en Mahón (Menorca), donde nació su segundo hijo.
En su unidad viajaban un tornero, un mecánico y un soldador, “que era yo”, además de las herramientas necesarias para reparar lo que fuera. “Conozco todos los puertos de Galicia, Cataluña, las vascongadas…”. Le fascina San Sebastián por “lo bonita que es la ciudad y lo bien que se come allí”. Además, Francisco contaba con una ventaja añadida. A mediados de los años setenta, se compró una Bultaco Metralla, marca y modelo de moto legendaria, con la que acudía a trabajos urgentes, pero que no exigían mucha permanencia en el lugar.
Con el tiempo, su pericia para dejar como nueva cualquier excavadora, pala o remolque partidos o fisurados, saltó el océano. Fue en el año 1977. Paco recuerda exactamente la fecha: el 17 de marzo. En aquella época se ampliaba el embalse de Guri, que detiene las aguas de los ríos Paragua y Caroni, ambos afluentes del Orinoco.  El lugar está en plena selva  caribeña, a 110 kilómetros del Salto del Angel, la catarata de agua más grande del mundo con sus 967 metros de caída. “A mí no me impresionaba mucho. Solía decir que era parecido a las cascadas del Cifuentes”, bromea el trillano.
El cuenco del pantano era de roca viva que partía constantemente el metal de los bulldozer.  Entre una brigada de españoles, estaba nuestro trillano, velando para que nada parase las obras. “La mayor parte de las tardes, librábamos. Teníamos un todoterreno Toyota con el que nos adentrábamos en la selva. Recuerdo que pasábamos a menudo por encima de las anacondas. El coche se estremecía como cuando atraviesas un badén. La serpiente seguía su camino, como si tal cosa”, recuerda. No había carreteras que cruzaran la jungla, ni siquiera caminos. Eran carriles de los que no convenía apartarse. “Aquel verde estaba lleno de fieras”, dice. Tampoco ha olvidado cómo llovía. “En un momento se preparaban unos chubascos, con gotas de agua como perras gordas de grandes, que te hacían parar el coche”.
Cada quince días Francisco y sus compañeros acudían a Ciudad Bolívar, distante ochenta kilómetros del lugar en el que trabajaban, para telefonear a su familia. No siempre era posible. Sucedía que,  algunos meses, después de esperar durante tres o cuatro horas a tener línea, no la conseguían. “Aguardábamos hasta eso de las ocho de la tarde para llamar, como mucho”. Lo hacían por dos razones. La primera eran las cinco horas de diferencia horaria con España. Más tarde, el teléfono sonaba en Madrid en plena madrugada. La segunda, es  porque, según relata el trillano, en toda la comarca de Guasina “había caníbales”, cuenta divertido.
Las condiciones de salubridad del lugar no eran las ideales. “Dimos con muy buena gente, pero entonces, en plena selva, la higiene brillaba por su ausencia”, dice. Lo habitual era que los lugareños comieran con las manos, y poco menos que convivir con las ratas. “Una vez –se arranca de nuevo con una sonrisa el bueno de Paco-,  se rompió una mampara que había encima del comedor y, encima del almuerzo, cayó una rata enorme. Los demás la apartamos y seguimos comiendo nuestro pollo, pero a uno de mis compañeros, que también era de Guadalajara, le dio tal asco, que lo tuvieron que relevar. Si no, se hubiera muerto de hambre”.
La aventura centroamericana del trillano se prolongó hasta el día 28 de octubre. “Estuve siete meses. Cuando llamaba a España mis hijos lloraban por teléfono pidiéndome que volviera”. A él también se le escapa una lagrimilla al recordarlo. “Así que me volví”, resume. Consiguió reunir un capital, “porque nos pagaban en bolívares y entonces, al cambio, estaba alto”, dice. 
Años más tarde, en 1984, Dragados destinó a Francisco a Argelia, donde trabajó durante dieciséis meses en distintas fases. Un intensísimo temblor de tierra había sacudido en 1980 el norte del país, destruyendo casi en su totalidad la ciudad de El Asnam y causando miles de víctimas. El lugar estaba entonces en plena reconstrucción. “Recuerdo que había esqueletos  insepultos de algunas  de las víctimas en las casas. Estaban construyendo unidades prefabricadas para levantar de nuevo la ciudad. Y yo a lo mío. No hacía estructuras sino  reparación y soldadura de las máquinas”, explica.
Tiempo después, en 1988, volvió al Norte de Africa, a Marruecos. “Allí trabajamos para llevar el agua a Orán, una ciudad con una gran tradición española”. En ambas aventuras contaba con un viaje al mes de regreso a España.  Común a sus tres expediciones fue  el calor. “En Venezuela llegábamos a los 45 grados, pero es que en Argelia, cuando soplaba el Siroco, llegábamos a los sesenta. El agua del grifo salía como si la hubieran cocido en un puchero”.
A Paco lo prejubilaron en el año 1997, con 58 años. De su última etapa profesional recuerda los puertos y autovías de Chivas, Valencia, y los pantanos que se construyeron en los cauces de los ríos Teba y Guadalhorce para llevar las aguas a “Málaga la bella, mi Málaga querida”. Allí donde ha estado, Paco ha tenido siempre a Trillo como referencia. “Todos los fines de semana veníamos al pueblo”. Por eso, cambió su piso de La Elipa, en Madrid, por otro en Alcalá de Henares, “a medio camino para venir al pueblo”, y también muy cerca de Ciudad Pegaso, donde Dragados tenía sus cuarteles generales.
“Con 64 años me dio un derrame cerebral, que ya no soy persona”, lamenta. Ninguno de los que está a su alrededor, su esposa, tres hijos y seis nietos que lo adoran, piensa lo mismo, ni tampoco cualquiera que tenga un día cinco minutos para conocerle mejor.