José Amador de los Ríos y el palacio ducal del Infantado
El escritor relata la historia de los todopoderosos Mendoza en numerosos documentos.
Crítico literario, historiador y arqueólogo, académico de la Historia y de Bellas Artes, catedrático de la hoy Universidad Complutense de Madrid, incansable y tenaz investigador, director del Museo Arqueológico Nacional. Uno de los grandes eruditos españoles del siglo XIX, hoy desconocido más allá de los círculos estudiosos. Hablamos de José Amador de los Ríos (1816-1878), reconocido compilador de una de las inaugurales ediciones modernas, en cuatro volúmenes, de la magna obra delmarqués de Santillana, Íñigo López de Mendoza, primer poeta castellano eternamente fascinado por los inolvidables sonetos de Dante o Petrarca, cuyas rimas beben de la fuente de la inmortalidad.
La admiración de Amador de los Ríos por el quehacer literario del elegante marqués, y el interés por investigar las efemérides de sus aristocráticos descendientes, quedan acuñados en muchos de sus escritos y monografías. En ellos, el escritor relata la historia de los todopoderosos Mendoza. Una noble saga realzada por el insigne Santillana y engrandecida después por su hijo, Diego Hurtado de Mendoza, a quien Isabel I de Castilla y Fernando II de Aragón, los Reyes Católicos, premiaron con el ducado del Infantado. Nobiliarios sucesos enraizados en los anales de Guadalajara.
Los caminos de la memoria llevan al ensayista a publicar, en el año 1877, un muy cuidado libro, por título El palacio ducal del Infantado, escrito en lengua española y francesa, auspiciado por la Real Academia de Bellas Artes y ornado con cinco láminas de los planos y alzados del popular inmueble, bellamente grabados por la Calcografía Española. El texto de Amador de los Ríos perfila una hermosa recreación histórica en torno al gran palacio arriacense, fruto de los deseos de los Mendoza de poseer una mansión enjoyada y suntuosa, amén de una corte donde residir “independientemente de toda jerarquía superior y respetada”.
Un majestuoso edificio de cuadrada planta y prodigiosa fachada, elevado en dos alturas y ordenado alrededor de un espacioso patio central, construido durante los dos últimos decenios del siglo XV por mandato del segundo duque, Íñigo López de Mendoza.Feliz síntesis arquitectónica, donde se entrecruzan las últimas formas del gótico hispano y los trazos mudéjares de la escuela toledana, trazada y dirigida por el arquitecto y escultor Juan Guas, que anuncia y anticipa las nuevas propuestas renacentistas. El más afamado monumento de Guadalajara cuyas seculares piedras respiran a través de la historia.
Amador de los Ríos se sirve del refulgente palacio del Infantado para componer una ejemplar metáfora sobre la soberanía de los Mendoza, orgullosos aristócratas que disfrutaron de las rentas de más de sesenta mayorazgos, extendidos por todo el reino de España, dueños de “ochocientos pueblos, entre ciudades y villas, con noventa mil vasallos que reconocían y acataban su señorío, sometiéndose a su justicia privativa”. Uneminente linaje con el cual emparentaron “las más aristocráticas familias de la península y los títulos nobiliarios se contaron entre ellos por docenas. La casa del Infantado pasó a la familia de los Toledo, y más adelante los Osuna acrecentaron con ella el esplendor de sus blasones. Las poderosas estirpes de los Nájera, los Medinaceli, los Cogolludo, los Cogolludo, los Paredes de Nava, los Saldaña, los Cenete, con otras no menos nombradas, brotaron de tan fecundo manantial de próceres”.
Los gabinetes y aposentos del palacio del Infantado, a lo largo de los siglos, han sido silentes testigos de regios casamientos e ilustres huéspedes, cortesanos divertimentos, conspiraciones y heterodoxias, asuntos de guerra, esperanzados nacimientos y lloradas muertes, solemnes ceremonias, gustosas veladas literarias, celebraciones y espectáculos…
Recordemos algunos pormenores y detalles de la mano de José Amador de los Ríos: Al tercer duque del Infantado, Diego Hurtado de Mendoza y de la Vega, llamado el Grande, “le cupo la honra de hospedar en su palacio al vencido de Pavía, al rey de Francia, Francisco I, cuando el 10 de agosto de 1525 llegó a Guadalajara, de paso para Madrid. El recibimiento que Guadalajara hizo al francés fue solemnísimo”. El duque, enfermo de gota, “envió al conde de Saldaña, su hijo, a recibirle. El magnate la aguardó en el patio de su casa, en una silla, por no poderse mover”. Francisco I fue alojado en el salón de los Linajes, la gran sala de honor del palacio, “ante cuya riqueza artística el monarca quedó maravillado”.
Muchas fueron “las demostraciones de magnificencia y largueza con que el duque quiso presentarse a la vista de los extranjeros. Durante los días que estos residieron en palacio, se celebraron en sus ricos salones, saraos, bailes, conciertos y banquetes, y en sus patios y plaza frontera hubo un combate entre fieras, de las que el duque tenía aprisionadas en sus jardines, una justa real y un torneo a caballo”.
Durante la vida de Íñigo López de Mendoza y Pimentel, cuarto duque del Infantado, todo en el palacio se hace altisonante y exótico:“Había en el alcázar rica colección de halcones, neblíes, sacres, esmerejones, borníes, águilas, abundante jauría con hasta doce monteros de a pie y veinte cazadores a caballo. En las estaciones favorables, los patios y galerías de la mansión, resonaban con las bocinas y cuernos de caza, los ladridos de los perros, y el bullicio y la alegría de convidados y servidores… Por toda Castilla habíase extendido la fama de aquellas cacerías, que parecían, más simulacro bélico, que pacifica diversión de grandes señores”.
Días de bullicio y alabanza, de regocijo y lisonja. En al año 1559, el rey Felipe II dispuso que el rumboso don Íñigo viajase a la frontera a recibir a la princesa Isabel de Valois, hija del rey de Francia, “prometida esposa del monarca. Obedeció el magnate saliendo para Roncesvalles, con un muy lucido acompañamiento”, y al regresar, el duque “hizo ostentación de su poderío”, al frente de una comitiva en la que figuraban “el cardenal arzobispo de Burgos, los marqueses de Cenete, Montesclaros y Almazán, los condes de Saldaña, Tendilla, Coruña y Priego, con otros muchos caballeros Mendoza. En la escalera del palacio aguardaba a la novia la princesa Juana, hermana del rey”. Al día siguiente se celebraron las velaciones, “asistiendo como padrinos doña Juana y el duque. Hubo por la tarde juegos de tronos y cañas en la plaza cercana, y sarao con músicas en el alcázar, partiendo al día siguiente los reyes, harto satisfechos de la liberalidad e hidalguía de su vasallo”.
A finales del siglo XIX, Mariano Téllez–Girón, XV duque del Infantado y XII de Osuna, debe hipotecar sus bienes. El palacio del Infantado, tasado en algo más de ciento diez mil pesetas, es cedido al ayuntamiento de Guadalajara. El rico mobiliario palaciego–recuerda Amador de los Ríos– fue vendido para solventar deudas en momentos de apertura. La selecta biblioteca del marqués de Santillana, con sus códices peregrinos”, fue trasladada a la Biblioteca Nacional. Hoy, elesplendor gótico del palacio del Infantado, de propiedad pública, alberga el Museo de Guadalajara.