Juana la Loca y Felipe el Hermoso por el valle del Henares
Se presentaron como Príncipes de Asturias en Hita, Jadraque, Cogolludo, Baides y Sigüenza a principios del siglo XVI
En la alborada de un nuevo siglo, en el verano del año 1500, una sorprendente noticia resuena en los campos de Flandes. Juana de Castilla, tercera hija de Isabel I y Fernando V, los Reyes Católicos, casada con Felipe el Hermoso, archiduque de Austria, es, por azares del destino, la heredera de los reinos hispánicos. Los jóvenes esposos deben venir a la corte española para ser investidos príncipes de Asturias.
Tras dos años de intrigas y vacilaciones, de dudas y preparativos, Juana y Felipe, al frente de un excepcional cortejo de nobles belgas y holandeses, se encaminan a España por territorios franceses. En una resplandeciente catedral toledana, el veintisiete de mayo de 1502, tras una misa oficiada por el cardenal Cisneros, arzobispo de Toledo, en presencia de los reyes Católicos y de los más eminentes nobles y clérigos, las cortes castellanas proclaman a Juana, llamada la Loca por el pueblo y por la historia, princesa de Asturias y a Felipe, príncipe consorte. Un halagüeño futuro, luego frustrado, se augura en el horizonte.
Las cortes de Aragón, como es obligado, deben reconocer igualmente a los flamantes herederos. Con tal fin, el sábado 8 de octubre del mismo año, Juana y Felipe emprenden viaje hacia Guadalajara acompañados por una ostentosa comitiva. Cerca de la ciudad, el tercer duque del Infantado, Diego Hurtado de Mendoza, y su hermano Pedro, adelantado de Cazorla, con “varios señores y gente de bien”, salen a recibir a tan ilustres huéspedes. A la entrada de la ciudad, “larga y gibosa”, los bisoños príncipes cabalgan, bajo “un palio de terciopelo y oro llevado por ocho burgueses vestidos de rojo”, hasta el elegante Palacio del Infantado, todavía en construcción. Un noble edificio de dos plantas, “una sobre otra, de blancas piedras ricas y muy suntuosas”. Sus columnas, según se cuenta, “están talladas con leones y grifos encadenados juntos, y las habitaciones y salas están bien adornadas y pintadas de oro y azul”. En la planta inferior, “brota una fuente, la cual proporciona agua a toda la casa y va a caer a otra gran sala donde hay también otra fuente pequeña parecida, y ambas se dirigen al jardín, a un vivero grande y muy profundo, lleno de truchas y de otros peces. Esta casa de Guadalajara es juzgada por todos como “la más bella España”. Al día siguiente, domingo, los regios visitantes son homenajeados con una corrida de toros.
El lunes diez de octubre, tras recibir del duque del Infantado caballos y enseres, Juana y Felipe prosiguen por el camino de Aragón, remontando el valle del Henares, y hacen noche en la localidad de Hita. Al día siguiente llegan a Jadraque, villa perteneciente al marqués de Cenete, donde descansan dos noches. Felipe el Hermoso aprovecha la breve y confortadora pausa para visitar el palacio de Cogolludo, propiedad del segundo duque de Medinaceli, Juan de la Cerda, un tierno y delicado joven de sólo diecisiete años de edad. El príncipe, deslumbrado por la belleza renacentista del inmueble, según se cuenta, exclama: “Un palacio que bien vale por siete de los nuestros”. En Jadraque, “por causa del alojamiento”, nobles y cortesanos deben aposentarse en tres mansiones distintas. El conde Federico de Baviera, cabeza del numeroso séquito, “estaba en una, el jefe de comedor en otra” y Felipe y su esposa en “una tercera”. Todo un conflicto protocolario reseñado por las viejas crónicas.
El jueves 11 de octubre, Juana y Felipe, tras comer en Baides, llegan a Sigüenza “por cinco leguas de mal camino”. En la ciudad mitrada son recibidos por el obispo auxiliar, el dominico fray García Bayón, en nombre del prelado seguntino, el cardenal Bernardino López de Carvajal, residente en Roma. Durante los dos días de su visita, los príncipes residen en una mansión cercana a la catedral, propiedad del provisor del obispado, el licenciado de Montemayor, donde hoy se encuentra el Museo Diocesano. Los cronistas se hacen eco de las quejas de algunos miembros de la comitiva principesca: “No se podía obtener pan ni vino, ni con muchos trabajos sardinas, huevos ni merluza, de tal modo que en la mesa del señor De Ville, primer chambelán, un huevo fue partido en cuatro y dado a cuatro personas”.
Sigüenza se asienta “entre montes y valles, pero mal pavimentada. En el extremo hay un castillo y a medio tiro con arco, un riachuelo entre prados; contiguo a la iglesia existe un claustro todo cubierto de tapices y de los vestidos de los infieles allí quemados”. Se trata del primitivo claustro de la catedral, de estilo románico y techumbre de madera, de finales del siglo XII. Las túnicas de los condenados, colgadas allí a modo de escarmiento, son los tristes recuerdos del tribunal de la Inquisición asentado en la ciudad y suprimido tres años antes. El sábado quince de octubre Juana de Castilla y su esposo abandonan la ciudad camino de Medinaceli. Las cortes de Aragón, reunidas en Zaragoza el veintisiete de noviembre siguiente, proceden a reconocer a la joven pareja como herederos de su corona.
Felipe el Hermoso, una vez tomada razón de sus obligaciones, vuelve rápidamente a Toledo. Pese a la oposición de sus suegros, los Reyes Católicos, y los lamentos de su esposa, nuevamente embarazada, abandona la corte con destino a sus tierras de Flandes. Cabalga veloz por tierras de Guadalajara y de nuevo recorre el valle del Henares. En un crudo día invernal, el 22 de diciembre de 1502, acompañado, entre otros cortesanos, por el tercer conde de Fuensalida, Pedro López de Ayala, su montero mayor, llega a Sigüenza y decide pasar allí las fiestas navideñas. En la catedral seguntina, “una de las más bellas iglesias pequeñas de España y bien decorada”, en un muy ataviado altar mayor, asiste, flanqueado por sus más fieles, a las solemnes funciones religiosas, oficiadas por el obispo auxiliar, en presencia de los seguntinos arracimados en naves y capillas. Siete días permanece en la ciudad. El veintinueve de diciembre, tras despedirse de sus anfitriones y de alguno de sus acompañantes, prosigue su camino. Juana se reunirá con él un año después.
En el mes de noviembre de 1504 muere la reina Isabel. Juana se convierte en la nueva reina de Castilla y en legataria del reino de Aragón, dominio de su padre Fernando. Juana y Felipe, para tomar posesión del reino castellano, vuelven a España y desembarcan en la Coruña en la primavera de 1506. Las Cortes de Castilla, reunidas en Valladolid el doce de julio siguiente, la proclaman reina de pleno derecho, con el nombre de Juana I, y a su marido rey consorte. El reinado de Felipe I, el Hermoso, dura lo que dura el verano. De una forma sorprendente fallece en Burgos, donde iba a instalar la nueva corte, el veinticinco de septiembre de ese mismo año. Sólo habían transcurrido dieciocho días de su entrada en la ciudad. Su cadáver, custodiado por Juana, reina viuda a los 26 años de edad, permanecerá insepulto durante más de once años en una desbordante fantasía de amor y de locura. El rey Fernando, en nombre de su hija, gobernará los reinos de Castilla y Aragón hasta su muerte. Juana I de España, una mujer adelantada a su tiempo, nunca resignada con su papel de paciente esposa y madre, es recluida en Tordesillas en 1509. Madre de seis hijos, todos posteriormente reyes y reinas, permanece cautiva, en un doliente y patético aislamiento de casi medio siglo, hasta su fallecimiento en el año 1555. Su hijo Carlos de Austria, aquél que dejó en Malinas cuando fue nombrada princesa de Asturias, nunca levantó su encierro aunque la trató con cariño y respeto. Compartió con ella, con el nombre de Carlos I, el dominio de las inmensas propiedades del Imperio español. Poco después, con el nombre de Carlos V, es elegido emperador del llamado Sacro Imperio Romano Germánico, el antiguo trono de Carlomagno. La poderosa monarquía española de los Austria iniciaba su triunfal aventura. Casi dos siglos después todo será decadencia y ruina.
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Javier Davara es profesor Emérito de la Universidad Complutense de Madrid.