Marcos Benito, el tío “Cachurrilla” cumplió cien años en Trillo

28/04/2013 - 16:48 Redacción

El pasado día 25 de abril, día de San Marcos, el tío Cachurrilla, Marcos Benito Henche, cumplió los cien años. Lo celebró en la Residencia Fuentealegre, rodeado de sus hijos, nietos y biznietos, que le adoran. Le faltó sólo su querida esposa, Manuela Sacristán, tristemente fallecida hace sólo dos años, a los 95 años de edad.

El abuelo, muy emocionado, daba las gracias constantemente a todas las personas que acudieron a su fiesta de cumpleaños. Como hace con todos los centenarios, el Ayuntamiento de Trillo le hizo entrega de una placa conmemorativa de la que le hizo entrega la teniente de alcalde y concejala de Bienestar Social, Mayte Blanco. Asimismo, la gerencia de la Residencia obsequió a Marcos con una gorra de las que el tío Cachurrilla viste a diario.

Todos los abuelos compartieron una merienda que fue rematada con un postre de tarta en la que se reconocía la efigie del homenajeado. Naturalmente fueron sus dos biznietas quienes ayudaron a Marcos a soplar las velas. Su hijo,  Teodoro Mariano Benito, introdujo el acto con unas emocionadas palabras dando las gracias a todos los asistentes por su presencia haciéndose eco del deseo que tenía toda su familia por celebrar el siglo de vida del homenajeado, máxime teniendo en cuenta la dureza de la vida que le ha tocado vivir.

Marcos Benito Henche, o como todo el mundo le conoce en Trillo, el tío Cachurrilla, vino al mundo en Morillejo, el día 25 de abril de 1913. De naturaleza poderosa, como veremos a continuación, tiene días en los que todavía se encuentra locuaz.  Su memoria entonces es larga, quizá porque muchas de las cosas que le han pasado están grabadas a sangre y fuego, y esas no se olvidan nunca. Resulta curioso contrastar su siglo de vida, cuando ha estado muchas veces ha estado al borde, literalmente, de la muerte. Y lo que es la vida. Ahora lleva camino de superar en longevidad a su padre, Mariano,  que murió a los 103 años de edad y que fuera también homenajeado el día 10 de septiembre del  año 1982.

Marcos empezó a ir al colegio a la edad de tres años. Curiosamente, en 1916 los niños eran escolarizados con la misma edad que ahora. Lástima que las lecciones no tuvieran mucha continuidad. De niño entraba en clase a las diez de la mañana, en la antigua escuela de su aldea natal, y salía a la una de la tarde. Volvía después de comer, a las tres, y terminaba a las cinco. En los recreos, que también los había, con el resto de su pandilla jugaba a “dola”, a la pelota a mano en el frontón del pueblo, a las canicas, al trompo, al escondite…Aquellos eran entonces los juegos tradicionales.  A los nueve años, Marcos ya compaginaba los libros con la azada. Después de terminar la lección, sus padres  lo mandaban a regar el huerto, a cuidar los animales o a por agua a la fuente con botijas de barro. Era un recadero diligente, risueño y algo travieso.  Cuentan que un día empujó a una acequia a una señora del pueblo que vino, con malos modos, a darle un soplamocos por pegarle a su hijo. Fue a por lana, y salió trasquilada.

Morillejo, lo sabe bien cualquiera que se acerque al pueblo y observe el paisaje, es un lugar bello, pero duro. Es frío, con un verano poco generoso que no permite muchas alegrías a la hortaliza, y de no mucha llanura para acoger la siembra del cereal. Acuciada por la necesidad,  la familia de Marcos  emigró a vivir a Saelices, en Cuenca. Padre e hijo trabajaron como temporeros en la construcción de la carretera. Marcos, de pinche, y Mariano de capataz. Pico, pala, almaena y diez horas  machacando piedra. Cuando fue inaugurado el tramo de comarcal, empezaron otro, en la Riba de Saelices. Y cuando se cerró ese grifo, esperaba otro oficio igual o más esclavo: el de la resina. Los picadores de los pinos trabajaban de sol a sol para sacarle el jugo a los árboles, cuesta arriba y cuesta abajo, cargando peso como mulas allí donde las caballerías no eran capaces de subir.  De la resina extraían sustancias que luego eran aplicadas en farmacia y química. Al tiempo que resinero, Marcos era el criado de un señor de Cobeta. El pluriempleo daba como resultado una jornada laboral que empezaba a las cinco de la mañana y terminaba a las nueve de la noche, o sea, dieciséis horas. Siguiendo la ruta de los pinares, y no por ocio precisamente, la familia Benito se marchó a Tardelcuende, cerca de Almazán, en Soria.

Cuando Marcos tenía diecinueve años, su familia regresó a Trillo. La antigua fábrica de harinas supuso una oportunidad laboral para permanecer cerca de donde había nacido. Era el vigilante del edificio, al tiempo que cargaba y descargaba la mercancía que iba y venía. Aquello no era una maravilla, pero le permitía mantenerse en buenas condiciones, y ver, de vez en cuando, a la que era su novia ya por aquel entonces, Manuela Sacristán. Entonces el pan se hacía de harina de trigo en los hornos del pueblo, y se podía comer muchos días después de cocido. Además, cuando se quedaba seco, su dureza, amortiguada por el agua, se convertía en migas, que mezclaban en un caldero todo lo que había. Cada familia hacía su vino, sabiamente. Lo que implicaba un trabajo enorme que comenzaba con la vendimia, el día del Pilar, pero que continuaba todo el año.

Por una vez en la vida, Marcos tuvo suerte cuando llegó a la edad de hacer la mili. Salió excedente de cupo. No le ocurriría lo mismo en la Guerra española. Estalló cuando tenía 22 años recién cumplidos, en la flor de su mocedad. Y, como hijo del pueblo que era,  le tocó vivirla desde el primer día hasta el último, y aún mucho después. Ingresó en el ejército llamado a filas en el cuartel de la finca Barrios de Gargolillos. Una instrucción rápida,  y enseguida entró en acción, a pecho descubierto.  Fue en Abánades donde se enfrentó cara a cara con la muerte por primera vez. No sería, ni mucho menos, la última. Estuvo después en el frente de Masegoso, y en la Batalla de Brihuega, cuando aconteció la masacre de los italianos. En 1937 su unidad fue trasladada a Huesca, siempre en la vanguardia, como carne de cañón. Y así paso.  Eran las ocho y media de la mañana del día en que Marcos cumplía 23 años. Mientras sus compañeros y él estaban agazapados detrás de un peñasco, llovían proyectiles desde los cuatro puntos cardinales. Hubo una gran explosión tan cerca del morillejano que lo cogió de lleno. La metralla le alcanzó  en cinco partes de su cuerpo:  hombro, pecho, ambos brazos y una pierna. Tendido en el suelo, sanguinolento, sus compañeros le dieron por muerto. Un capitán, que lo quería bien, ordenó que se cercioraran de su estado antes de borrarlo de la lista. El corazón aún le latía en el pecho. Los sanitarios lavaron sus heridas con alcohol de quemar. Marcos revivió, y el capitán ordenó que lo llevaran a la retaguardia para que fuera atendido en condiciones. La situación militar era extremadamente adversa. Su unidad estaba cercada en el monte, y los camilleros, temiendo que las bombas los hicieran picadillo junto al moribundo, lo abandonaron a su suerte en medio del campo de batalla. En el suelo, a merced de la que estaba cayendo, su naturaleza fuerte le hizo despertar. Desangrándose literalmente, volcó la camilla, arrastró su cuerpo como pudo, agarrándose a las matas, y se guareció detrás de unas piedras, allí donde le abandonaron las fuerzas.
 
Sus compañeros rompieron el cerco, y volvió a encontrarse con el capitán y con los sanitarios desertores. Esta vez sí lo socorrieron con bien. En estado muy grave lo trasladaron al pueblo de Albenilla. Quiso la fortuna que lo acogiera un paisano. La buena vecindad fue lo que  definitivamente le salvó la vida.  Desde Albenilla se lo llevaron a Boltaña, después a Lérida y finalmente a Tarrasa, donde al fin pudo recuperarse durante siete meses en la cama de un hospital militar. La Guerra continuaba, y hacían falta efectivos con experiencia en el frente. Lo ascendieron al grado de teniente, y lo mandaron, al mando de ciento cincuenta muchachos, de nuevo a la vanguardia. Estuvo en la Batalla del Ebro, en Tortosa, cubriendo línea, alojado con su batallón en la casa y la finca de un labrador. Con él al mando,  sus hombres apresaron en una maniobra envolvente a un contingente de tropas norteafricanas.

Al terminar la Guerra, Marcos tuvo que abandonar España. Recorrió media Europa en pleno conflicto bélico de un campo de concentración a otro. Nuevamente forzado a trabajar, sus compañeros y él construyeron fortines y hangares para los aviones. De nuevo le sonrió un poco la fortuna. Gracias a la recomendación de un tío suyo, Sabino Henche, que vivía en Sacedón, pudo volver a España. Trabajó en las vías del tren Madrid-Burgos hasta que finalmente regresó a Trillo, de donde ya no movería su residencia. Su novia, y después mujer, Manuela Sacristán, le había estado esperando. Se casaron el día cuatro de marzo de 1943. La ceremonia tuvo lugar en la Iglesia Parroquial de Nuestra Señora de la Asunción de Trillo. Manuela lucía un traje negro, hasta el tobillo. En sus manos, guantes largos a juego, y en su cabeza una peineta sobre la que colgaba una mantilla de encaje que le llegaba hasta la cintura. Marcos vestía un traje igualmente negro con camisa blanca y zapato oscuro. Un día antes, el novio y un tío de la novia habían acudido hasta Santa María de Ovila a comprar dos corderos para celebrarlo, con una nevada hasta las rodillas.

La pareja no tuvo luna de miel. No daba la economía para tanto. Al día siguiente de la boda Marcos se tuvo que marchar a por una carga de leña al pie de la dehesa. Al año siguiente vino al mundo el primer hijo de Marcos y Manuela. Después llegarían otros tres. Hubo que trabajar duro, siempre con salud y alegría. El tío Cachurrilla se conservó como un roble hasta pasados los noventa años, cuando sufrió un infarto que poco a poco le ha restado movilidad. Ayer, en el día en que cumplía el siglo de vida, se le veía feliz, rodeado por el cariño de su familia.