Año de la misericordia
En distintos momentos de su pontificado, el papa Francisco nos invitó a contemplar la misericordia de Dios hacia todos los hombres, animándonos a ser misericordiosos con nuestros semejantes como el Padre celestial lo es con nosotros. En la tarde del sábado 11 de abril convocaba oficialmente a toda la Iglesia a celebrar el jubileo extraordinario de la misericordia con la publicación de la bula Misericordiae vultus. Jesucristo, durante los años de su vida terrena, no dejó de mostrar con palabras y obras la misericordia entrañable del Padre. Esta revelación, que tiene su punto más álgido en la cruz, es la prueba suprema del amor y de la entrega de Dios a la humanidad. En la muerte de Jesús queda patente el amor incomprensible del Padre, que no se ha reservado ni a su propio Hijo, sino que lo ha ofrecido como salvación para toda la humanidad. Dios, que nos ha dado ya muestras de su amor al regalarnos la vida en la creación, en la pasión y en la muerte de su Hijo nos ha dado la prueba de las pruebas. Esta experiencia amorosa de Dios, manifestada en la muerte de Jesús cuando nosotros éramos pecadores, es la que impulsa al apóstol Pablo a recordar a los cristianos de Éfeso que Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, estando nosotros muertos por el pecado, nos ha hecho vivir en Cristo (Ef 2, 4). Dios, porque nos ama hasta el extremo, nos perdona, nos perdona siempre y lo perdona todo. Sin duda, todos hemos experimentado en algún momento de la vida la misericordia de Dios. A pesar de nuestras ingratitudes y pecados, hemos comprobado que Dios sigue confiando en nosotros, no cesa de mostrarnos su amor y sale a nuestro encuentro para ofrecernos el abrazo del perdón y de la paz. Los cristianos, cuando descubrimos nuestro pecado, lo confesamos y experimentamos el perdón, la infinita misericordia de nuestro Dios; entonces sentimos en lo profundo del corazón el deseo de responder a sus llamadas y de cambiar de vida, como les sucedía a los publicanos y a los pecadores que eran invitados por Jesús a compartir su mesa. En nuestros días, Jesucristo sigue manteniendo viva la esperanza en el corazón de millones de personas humildes, que han descubierto y experimentado la misericordia divina a pesar del abandono y olvido de sus semejantes. Él, que conoce los secretos del corazón humano, no deja de salir al encuentro de todos, está siempre atento a sus necesidades y no duda en inclinarse ante el sufrimiento y la pobreza humana para ofrecer la curación de las heridas del cuerpo o del alma. La Iglesia, para ser fiel a su misión, debe seguir el camino trazado por Jesús. Por eso tiene el encargo de extender por todo el mundo la misericordia entrañable de Dios a todos los hombres que la piden con sinceridad de corazón, sin condenar definitivamente a nadie. Como Jesús, los cristianos debemos salir constantemente al encuentro de los alejados y de los marginados para mostrarles con nuestras obras y palabras la misericordia de Dios, que es condición para nuestra salvación y fuente de alegría, de serenidad y de paz. Que la Santísima Virgen, la Madre de la misericordia, nos ayude a vivir cada día con la certeza de que somos amados por Dios y que permanezca a nuestro lado para que actuemos siempre con los sentimientos de Jesús, ofreciendo perdón, acogida y amor a nuestros semejantes, especialmente a los más necesitados.