Anónimos ausentes
A los ausentes más pobres, que dieron su vida por querer vivir. A quienes no tienen una tumba conocida, ni una flor sobre una lápida, ni les cobija la sombra de un ciprés, que eleve al cielo su oración esperanzada. A los ausentes, tan pobres, que nadie puede visitar. Son ausentes sin familia conocida y sin tumba, ni lugar. Cayeron de camino hacia la vida y nadie tuvo la piedad de llevarles ni siquiera al cementerio. Por quienes ni siquiera una vez año, una madre, siente su vacío. A los ausentes desterrados, sin un pedazo de tierra donde reposar para siempre, o donde poder encontrarse con los suyos. A los solos más solos, más ausentes y más indigentes, porque nadie les hace obsequio de un recuerdo, una oración, ni el suspiro de un suspiro de cariño. Héroes sí fueron, y derramaron su sangre inocente por una lucha injusta por la supervivencia. Cenizas llenas de vida, polvo enamorado, sembrado en el viento, gotas rojas sobre los surcos de la tierra yerma, sobre el desierto frío de los intereses, sobre el hielo rocoso de los corazones; llamas de vida pegadas como antorchas, hasta ayer, a un cuerpo de niña o de mujer. ¡Nunca de nadie tuvieron un abrazo! ¡Murieron de dolor, sin poder abrazar! Anónimos ausentes sin reposo, sostenidos en el vacío de una familia, de una ciudad, de una patria, de un planeta con el que girar por los espacios, al encuentro de la eternidad. Ni siquiera tienen, -lo que es suma pobreza-, un nombre entre los hombres. Caídos anónimos, desconocidos sí, pero muertos, piden a la democracia, que hizo posible y legitimó su muerte, que rescate y dedique, en cada ciudad, un lugar donde erigirles un monumento. Un lugar, un jardín, una tumba, un muro, una roca, un hueco, una placa, algo, donde podamos acudir a recordarlos. Fueron hijos del pueblo y el pueblo tiene derecho a acudir ahí para sentir su ausencia. Y las madres que quieran, si lo quieren y desean, que puedan acudir allí, como cualquier madre, y sentir y llorar y rezar. Se necesita un lugar concreto en la ciudad, en el pueblo, porque fueron sacados de algún pueblo, de su pueblo. Su corazón, de ellas y de ellos, también tiene derecho a ese monumento, a ese consuelo. Si con nuestro dinero pagamos esa muerte, que nos dejen con nuestro dinero levantar el monumento de su ausencia. ¡Nos faltan! ¡Nos faltan ellos y el monumento!Hay monumentos a los héroes, a las víctimas, a los toreros, a los toros, a los perros, a los ciervos, a las aves, a los delfines, a las truchas y a los ángeles, ¿por qué no ha de haber un lugar entre nosotros para los no nacidos que quisieron nacer pero no les dejaron? Si hasta el demonio tiene un monumento, ¿por qué no ellos, que son ángeles humanos? El día de los difuntos, o el de los santos y el de los inocentes, es su día. Tenemos derecho todos, cada año en ese día. Derecho a decir y sentir, y gritar también, que ¡son ya demasiados! Que descansen en paz, pero no los olvidemos. Que si el soldado desconocido,-todo el colectivo-tiene derecho a una tumba, y una llama y un homenaje, ellos también. Los que no pudieron nacer, pero vivieron -más o menos tiempo-, tienen derecho, un día al año, al calor humano de una oración y de un recuerdo. Un lugar, una plaza, un jardín o una calle, por favor. Son mártires. Queremos un lugar para las víctimas más hermosas de la Humanidad y las más inocentes: nuestros hijos ausentes, efímeras luces extinguidas por un viento cruel. Un detector de vida captó su belleza, su inmensa belleza de estar vivos, pero negaron la evidencia. Lo envolvieron en palabras para reducirlo a una cosa desechable. Taparon esa belleza infinita, con el negro velo de la muerte. Nos desposeyeron a todos de su sonrisa, de la luz de su mirada, del calor inmenso de su acelerado corazón pequeño. No son fantasmas. No es precisamente la fiesta de Halloween. Es el olvido. Se ha metido la noche y la luna inmensa y clara es hoy más fría. Sopla el viento de la indiferencia. .