Bodas de oro de la Facultad de Derecho de Salamanca

05/12/2013 - 00:00 Teodoro Palacios

 
    
         Nos reunimos, el pasado año, un conjunto de compañeros que estudiamos la carrera de Derecho por los años 1957-62 en Salamanca. Yo concretamente soy Teodoro Palacios, con el mismo nombre y primer apellido del autor de ‘Embajador en el infierno’, libro de la época de Franco. Hay algo que nos une y es el hecho de haber compartido unos años de nuestra vida de entre los miles de millones de habitantes del mundo, lo que no deja de ser una especie de destino con cierto significado, pues estoy convencido de que nada es el producto del azar, y el haber tenido tanto tiempo intereses comunes, y haber respirado el mismo ambiente y el mismo clima de una ciudad como Salamanca, crea vínculos estrechos como se tratara de una suerte de parentesco espiritual.
 
  Algunos compañeros no acudieron a esta cita por haber fallecido. De entre ellos recuerdo a Ildefonso Sánchez Mera, número 1 en Notarías; Antonio Villar Álvarez y Félix Ruiz Valdepeñas Chacón, que formaban parte de una peña literaria de aquellos años en la que nos leíamos versos y prosa muy variada, junto con otros compañeros que están aquí, (todavía tengo cuadernos con escritos suyos de entonces); Pascual Martín Estrella, que se descolgó un día por Guadalajara como delegado de Obras Públicas en la época de Felipe González, rompiéndose la tradición que obligaba a pertenecer al Cuerpo de Ingenieros de Caminos para acceder a ese cargo. También recuerdo al resto de los que faltan.
 
  Estoy seguro de que disfrutan de la vida eterna de la que nosotros seremos algún día partícipes y en la que sólo existe la felicidad. Por eso escribía Santa Teresa: “Permite, Dios mío, que viva yo allí; ansiosa de verte deseo morir”. A los profesores les recuerdo a todos con cariño. De Enrique Tierno Galván me encantaba su manera de dar las clases, creo que no he conocido a nadie que se expresara con tal pulcritud y claridad de ideas, para mí era un esteta de la palabra; de Hernández Tejero aun acude a mi memoria el escrito que aparecía en la pizarra al iniciarse cada año las clases: “Viva el Derecho Romano que al esclavo manumite y a la esclava mite manu”; de Antón Oneca recuerdo un examen en el que me pilló con una chuleta en el pupitre y para justificarme le dije: “los actos preparatorios no constituyen delito”, y me contestó: “delito consumado”, (aun así me dio el aprobado); de Trevijano me encantaban sus clases de Derecho Administrativo, (Curto de la Mano le apoderaba ‘el chino’ por tener los ojos rasgados con un aire ligeramente oriental); de Ramírez de Arellano recuerdo que suspendía mucho y se comentaba que lanzaba al aire los ejercicios escritos y solo aprobaban los autores que se quedaban en posición vertical; y luego estaban también Lamberto de Echevarría, profesor de Derecho Canónico; Beltrán de Heredia, con sus clases doctorales y gesto altivo; Ignacio de la Concha, que daba las clases de Historia de Derecho como si recitara una canción; Joaquín Ruiz Jiménez, aureolado por el hecho de haber sido ministro de Franco; Aurelio Menéndez, etc, etc.
 
  Supongo que casi todos han fallecido. Me enorgullezco de haberlos tenido por maestros. La Salamanca que nos tocó vivir no era algo especial dentro de lo que era por entonces, imagino, la vida de cualquier capital de provincia en la España de Franco. Ciertamente se trataba de una vida rutinaria y sin grandes acontecimientos. En 1957 escribía Carmen Martín Gaite ‘Entre visillos’, Premio Nadal, y pienso que el ambiente que ella describe en su novela es el mismo ambiente que nos tocó vivir.
 
  En las casas se llevaba el brasero y la mesa camilla. Había radios y mucho, mucho después, televisión. Pocas personas tenían coche. Recuerdo los paseos por la plaza Mayor, los cotilleos intrascendentes, el hastío de las tardes dominicales, los Colegios Mayores, el SEU, el barrio chino, la rana de la Universidad, la librería de viejo de los hermanos Centenera, la Misa de una de los Jesuitas, las partidas de mus, Unamuno… Sin embargo, eso era lo que teníamos y nos parecía maravilloso porque formaba parte de nuestra experiencia de la vida y de la creación de nuestra personalidad. Ni el tiempo pasado ni los amores vuelven. Aquéllos eran tiempos diferentes en los que vivíamos sumergidos en sueños de otro color.
 
   Y estos sueños siempre tendrán para nosotros la poesía y melancolía de la juventud. No puedo por menos que traer a colación aquí la obra de Prouts, ‘A la búsqueda del tiempo perdido’. Cuando en su última novela, ‘El tiempo recobrado’, se reúnen como sucede ahora con nosotros después de 50 años, los principales personajes de sus novelas anteriores advierten que el tiempo ha transcurrido para todos y que se han producido en muchos de ellos una metamorfosis más acusada aún que la que acontece entre los insectos. Los años y el paso del tiempo nos sujetan a la tierra con sus suelas de plomo.
 
  Esto me hace entender con claridad un poema de Ronsard, “Coged hoy las rosas de la vida. Y si hoy vuestras bellezas tan perfectas no son como las de hace tiempo, no me maravillo por ello, porque no presto atención a lo que ahora sois sino a los dulces recuerdos de las bellezas que ví”. Sin embargo, el pasado siempre está ahí, y la supervivencia del recuerdo, el reflejo de las lámparas que se extinguieron y el olor de las ramas que no han de florecer depende de la existencia de nuestro pensamiento.
 
  Y termino con unos versos de Wordsworth ¿Os acordáis de Natalie Wood en una película de 1961, de la época en que estudiábamos en Salamanca? Quizá muchos de vosotros la habréis visto. La protagonista recita unos versos que no se fueron nunca de mi memoria y que en días como hoy gozan de un completo significado. “Aunque nada pueda devolver la hora del esplendor en la hierba, de la gloria de las flores, no hay que afligirse, porque siempre la belleza subsiste en el recuerdo”