Conversión de la mente y el corazón
17/12/2012 - 00:00
La encarnación y el nacimiento de Jesucristo son la manifestación más grande del amor de nuestro Dios. Jesucristo, obediente a la voluntad del Padre, no duda en abajarse y despojarse de la gloria que tenía junto a Él desde toda la eternidad para plantar su tienda entre nosotros, para compartir nuestra condición humana y para hacernos partícipes de su divinidad. Siendo rico, se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza. Solamente porque el Hijo de Dios se hizo verdaderamente hombre, los hombres podemos en Él y por medio de Él llegar a ser realmente Hijos de Dios. Jesús nació en la pobreza y humildad de un establo, en el seno de una familia pobre (Lc 2, 6-7).
Los primeros testigos de este acontecimiento son unos pobres pastores. Al reconocerlo como el Hijo de Dios, se postran y lo adoran. En esta pobreza se manifiesta la gloria de Dios y por ello la Iglesia no cesa de invitar a todos sus hijos a cantar con lo labios y el corazón al Niño que ha nacido por nosotros como Dios eterno. Con su abajamiento hasta nosotros, Jesucristo nos ofrece un ejemplo a imitar y, con su pobreza, nos invita a aceptar las privaciones y dificultades de la vida para actuar desde la solidaridad con aquellos hermanos que sufren en sus carnes la soledad, la discriminación y la injusticia de otros hermanos o de las instituciones sociales. Para los cristianos, las palabras del Señor tuve hambre y no me distéis de comer
, estuve enfermo y no me visitasteis
, estuve desnudo y no me vestisteis tienen que ser una invitación a revisar constantemente nuestra relación con Dios.
En ellas Jesucristo nos recuerda su identificación con los marginados de la sociedad hasta tal extremo que lo que hagamos con ellos, a Él mismo se lo hacemos. Pero estas palabras de Jesús que, de un modo especial, deben resonar en el corazón de los cristianos, también deberían ser acogidas por quienes no lo son, pues Jesús sale al encuentro del hombre, de todo hombre, y en toda época, también en la nuestra, para recordarnos sus enseñanzas y el camino que conduce a la salvación. Estamos ante una situación, en la que muchos hermanos experimentan un verdadero drama en su existencia. Esta situación, provocada en muchos casos por quienes buscan obtener el mayor provecho de los bienes materiales sin pensar en los demás, no debería dejar a nadie indiferente.
Estamos ante un desorden moral que requiere innovaciones estructurales en los sistemas económicos y financieros pero, sobre todo, exige transformaciones audaces del corazón humano teniendo en cuenta la dignidad de cada ser humano. Para ello, además de los cambios estructurales, es necesaria una conversión de la mente y del corazón. Esta tarea exige el compromiso decidido de hombres y de pueblos solidarios. La Iglesia no tiene el poder de las armas ni de los bienes materiales, pero desde el poder de la Palabra no puede cesar de pedir a todos, en nombre de Dios, que no se puede marginar a nadie ni dejarle morir de hambre. De un modo especial, en este tiempo de Adviento, nos invita a pensar en aquellos hermanos que sufren de cualquier modo y que tienen derecho a que su libertad y dignidad sean respetadas. Con mi cordial saludo y bendición, feliz día del Señor.
ATILANO RODRÍGUEZ
Obispo de Sigüenza-Guadalajara