Convulsión social
04/01/2013 - 00:00
Las formas de contestación social y democrática en nuestra sociedad están alcanzando niveles preocupantes de extensión e intensidad, de agitación, de violencia, de alteración y damnificación. La escala o la modalidad van desde la insumisión o rebeldía institucional hasta la revuelta y revolución abierta, provocativa y sin límites. Estamos constatando que mientras la democracia ha cambiado los estilos de gobernar o de ejercer el poder, no se han modificado, sin embargo, las estrategias de manifestar el descontento o la oposición.
Seguimos anclados al esquema de revueltas de otros tiempos donde la fuerza desatada de las masas parecía la única opción disponible. Coexiste todavía en nuestros días una profunda cultura de la resolución y ocupación popular y su eficacia como medio para defender o conseguir intereses sectoriales. Sin embargo, tenemos que desconfiar de todo lo que signifique violentar la voluntad del pueblo que, al tiempo que cree huir de una manipulación por parte del poder, cae en manos de otros agitadores de sentimientos ajenos.
Al final, todo es utilización de la libertad de la población. Quede bien sentado que la protesta y la libertad de opinión y de manifestación pertenecen a la esencia de la democracia moderna. No olvidemos, por otra parte, que existe un proletariado de clase media postindustrial en Europa, bien formado e informado, ilustrado, que no racionaliza tanto los métodos de protesta como sus posiciones y que vive y trabaja en precario por efecto de la inestabilidad financiera. Además, se ha falsificado, por parte de algunos, el orden y las preferencias de la metodología social acelerada y reivindicativa.
Existen profesionales del conflicto y turistas de la frustración parcial o total. Convierten en fin y espectáculo ordinario lo que podía ser un medio excepcional. El mismo descontento es objetivo en si mismo pues hay que mantener viva la llama de la contestación y mantener la alerta y la desconfianza social de la que viven unos cuantos. A veces se protesta por protestar mientras que otros protestan contra los que protestan. Y así sucesivamente.
La antropología social dice que cada hombre es una opinión. La democracia parlamentaria nace para aproximar el contraste de pareceres y poner de acuerdo los intereses individuales con los colectivos, los particulares y los comunes. Tenemos que convertir la discrepancia y la réplica en diálogo y colaboración. Es necesario un ejercicio de equilibrio pues nadie puede considerar la protesta como un signo de debilidad de aquellos que no tiene ya otra alternativa o viven en la desesperación.
Tampoco los gobernantes tienen que ejercer el poder por el poder mismo, como aplastamiento de disidentes, opositores o minorías sociales sino como un servicio a la comunidad pero con autoridad y legitimidad. Hay que soterrar reflejos y superar inercias del pasado y saber que el conflicto de intereses pertenece a la vida normal de un pueblo. Lo importante es saber superarles e incorporarles a la política habitual como crítica u oposición constructiva. Porque también la protesta tiene sus reglas y leyes en un ordenamiento comunitario de la libertad de expresión. No todo está permitido ni justificado bajo ese manto pues, como en otros campos de la moral y del derecho, el objetivo no justifica los medios o estrategias a emplear.