De la conversión a la confesión
23/03/2012 - 00:00
Los evangelistas proponen a nuestra consideración distintos momentos de la vida de Jesús en los que acoge a los pecadores, come con ellos y les ofrece el perdón de sus pecados. Estos comportamientos del Señor escandalizan a los escribas y fariseos. No lo aceptan como el Hijo de Dios y no pueden entender que se arrogue unos poderes que solo a Dios le corresponden. Con frecuencia Jesús tendrá que recriminarles la dureza de corazón, la falta de sentimientos en el cumplimiento de la ley, la incapacidad para reconocer los pecados personales y la facilidad para denunciar los fallos de los demás.
Esta misma realidad se repite en nuestros días. EL Señor sigue presentándose como el enviado del Padre, ofreciéndonos la posibilidad de levantarnos de la postración en la que nos encontramos como consecuencia del pecado, pero la ambición y el orgullo se han apoderado de muchos de nosotros impidiéndonos abrir el corazón al amor de Dios. Como consecuencia de ello, al igual que le ocurrió al hijo pródigo, añoramos el perdón del Padre, sufrimos las consecuencias de nuestro egoísmo y de nuestra autosuficiencia, pero no nos decidimos a dar los paso para reencontrarnos con el Señor y con los hermanos. La dificultades que experimentamos para abrirnos a la trascendencia y, consecuentemente, para descubrir la misericordia del Padre nos cierran sobre nosotros mismos y nos impiden reconocer los propios pecados. Por eso en muchas ocasiones no nos sentimos culpables de nada.
Es más, llegamos incluso a justificar los comportamientos errados como el medio para conseguir la liberación de toda atadura externa. En ocasiones admitimos algunos errores, pero nos justificamos diciendo que son involuntarios. Quienes niegan la existencia del pecado o incluso llegan a justificarlo luego se escandalizan y se rasgan las vestiduras por los pecados de sus semejantes. ¿Qué hacer ante esta realidad? Si hacemos caso a Dios y contemplamos la vida a la luz de su misericordia, podremos descubrir nuestros pecados.
Si nos paramos en la contemplación del rostro de Cristo clavado en la cruz por amor al Padre y a los hombres para el perdón de los pecados de la humanidad, entonces nos daremos cuenta de las heridas que hemos causado al Amor con nuestros pecados. Desde la contemplación del sufrimiento de Cristo y desde la apertura a la gracia divina, experimentaremos el dolor de la ofensa al Amor y tendremos la fuerza necesaria para levantarnos, para regresar a la casa del Padre, para recibir su abrazo compasivo y para participar en la fiesta del perdón. Sólo entonces podremos experimentar la misericordia infinita de Dios.