De lo que podemos esperar
03/11/2014 - 23:00
Me estoy dedicando este veroño, a entrenar para correr el próximo 30 de noviembre el Maratón de San Sebastián. Con lo que el pasado domingo, acudí a Cuenca a correr su Media Maratón. Al finalizar y después de enfriar rodando unos 15 minutos, me encaminé al Polideportivo en el que nos permitían ducharnos. Al llegar allí, me encontré con un avance de lo que nos espera cuando Podemos tome el poder: la colectivización del espacio y con él la de nuestro cuerpo. Así con afán de quitarnos de encima sudor, legañas y algo de cansancio, nos encontramos como doscientas personas y todas ellas varones, en un vestuario de unos 8 o 10 m², en el que además había tres banquetas de madera. Con lo que, después de ir en fila de a uno nos tocó (también nos tocaron y tocamos) desvestirnos en tan reducido lugar. Cuando intentabas darte la vuelta, nos sabías si te rozabas con la pared, con la banqueta, con el culo (con perdón) del compañero, con el brazo o quizá con alguna otra cosa que por allí colgaba. Como pude, di la espalda a tan ingente masa humana y me puse a rebuscar en mi mochila en busca del gel. Tal fue el estado de tensión que tenía, (no por temor a mi integridad, en esta vida hay que probar de todo, sino por el agobio de tanto gentío) que no fui capaz de encontrarlo. Una pena, este bote llevaba conmigo desde el año 2001 en que comencé a practicar Taekwondo con Cristóbal Reyes, el padre de nuestra olímpica, que sin saber cómo, ni por qué perdió una piscina.
Por suerte un compañero me dejó el suyo (me refiero al gel) y salí con bien (o eso creí entonces) de tan agobiante trámite. Entrega de trofeos con diversas autoridades, a los que solemos ver en fotos, normalmente de tres formas distintas. En estos actos aprovechándose del trabajo ajeno, inaugurando lo que hacen con parte de nuestro dinero o quién sabe si pasando a prisión cuando les pillan llevándose la otra parte de nuestro dinero. No digo que fuera el caso de ninguno de los allí presentes. Comida y vuelta a casa. Nada más llegar, subí a la buhardilla y metí todo lo que había dentro de la mochila en la lavadora. No tuve más reparo o precaución que sacar el Garmin GPS.
La sorpresa llegó, cuando después de terminar la siesta, andaba yo disfrutando en soledad de mi sofá, sumido en la lectura de El umbral de la eternidad y degustando un ristretto, cuando por el rabillo del ojo algo llamó mi atención: por la escalera bajaba una gran lengua de espuma, como si fueran las fiestas de mi pueblo. Me levanté como un resorte y como pude, conseguí llegar ya empapado hasta la lavadora, para pararla. Cuando abrí la puerta, quedé inmerso un mar blanco y perfumado, que se vino hacia mí. El estupor e incredulidad iba en aumento. ¿Tanto detergente le había echado? Según sacaba la espuma a cubos al solárium, encontré la respuesta en forma de bote de gel partido por la mitad y vacío de contenido. Que la fuerza os acompañe.