Del caballo de Pavía a los dodotis de la diputada

14/01/2016 - 23:00 Emilio Fernández Galiano

Tengo un buen amigo que acude indefectiblemente a los funerales con corbata. ”No es para lucir palmito, ni lazo; es por respeto al difunto” –puntualiza-. Dicho amigo es bisnieto, además, de don Antonio Cánovas del Castillo. Y viene al caso por el espectáculo al que asistimos el pasado miércoles en la apertura de la legislatura en ambas cámaras, especialmente en la del Congreso de los Diputados.
Hay poses que por más que se empeñen en llamarlas testimoniales, resultan absurdas, casi ridículas. El que un representante de la patria lleve o no corbata, personalmente me parece un aprecio o menosprecio a la institución a la que pertenece y, por tanto, a la que representa. Pero no puedo por menos que respetarlo, me parezca bien o mal, es una opinión personal. Entiendo que el Congreso de los Diputados no es sólo el templo en el que se reúnen nuestros representantes políticos elegidos democráticamente, es también el foro en el que otros diputados en el pasado han representado a nuestros padres, a nuestros abuelos o bisabuelos. En él se ha labrado la Historia de España y en él se han legislado nuestros derechos y obligaciones. Sus escaños acogieron las posaderas de ilustres oradores, prohombres que tejieron las bases de nuestra sociedad, nuestro desarrollo, nuestra prosperidad. En teoría, los elegidos por el pueblo por ser los mejores, los más preparados.
Partiendo de las Cortes de Cádiz como origen moderno del parlamentarismo español, muy insignes próceres nos han representado, principalmente, en el actual palacio de la carrera de San Jerónimo. Por aportar sólo unos óleos de una inmensa paleta, desde Prim, Romanones (autor del ¡vaya tropa!; hoy lo hubiera repetido), Emilio Castelar, Montero Ríos, Romero Robledo, el mencionado Cánovas del Castillo, Sagasta, Alonso Martínez, Joaquín Costa, Juan Valera, Segismundo Moret, Germán Gamazo, Claudio Moyano y, los más recientes a partir de la segunda república, Ortega y Gasset, Gregorio Marañón, Niceto Alcalá Zamora, Gil Robles, Julián Besteiro, Fernández de los Ríos o el mismo Manuel Azaña. Me dejo muchos colores en los que impregnar el pincel, pero aún con las limitaciones de la memoria y el espacio, me da para un magnífico cuadro. No hablo ya de insignes políticos, hablo de personalidades de altísima talla intelectual y contrastado reconocimiento en cualquiera de sus quehaceres.
Respeto se le debe al Congreso de los Diputados pues en la sombra estuvo cuando la sombra oscurecía nuestra convivencia. A la luz de la Transición, nuevos oradores guiaron los mejores años de nuestra reciente historia. Suárez, Fraga, González, Tierno, Roca, Gómez Llorente, Herrero de Miñón… Eran catedráticos, abogados, juristas, científicos, grandes profesionales que habían destacado antes en sus respectivos cometidos.
Lo de anteayer no era surrealista, ni kafkiano, me pareció más una romería que la solemne apertura de una nueva legislatura, se asemejaba más a la pradera de San Isidro que al hemiciclo de la carrera de San Jerónimo. Me pregunto, por ejemplo, qué criterio tiene el señor Iglesias, don Pablo (y muchos de sus correligionarios), para cambiar o variar su indumentaria, porque siempre le veo con la misma. Llego a sospechar que se levanta con la misma, se acuesta con la misma y, obviamente, duerme con la misma–hablo de indumentaria- y hasta se ducha con la misma. Me pregunto si acude a una boda con la misma, a un entierro o a un acto académico. Sospecho que llevaría la misma a la feria de Abril a Pamplona o al concierto de Año Nuevo. A un bautizo o a un entierro. A tomar unas cañas o la inauguración de un periodo legislativo en el solemne Congreso de los Diputados. Que no lo es porque sus ujieres lleven corbata, éstos sí. Sino por lo que representa. Al menos, Pavía pretendió alterar el pleno entrando al Congreso con su caballo –es un mito-. Pero la señora diputada sí lo ha hecho con los dodotis y su bebé. Por eso mi amigo, el bisnieto de Cánovas, se pone corbata en los funerales, por respeto al difunto.