El mundo necesita abrir las vías de la Justicia
Siempre hay un motivo de acción de gracias, aunque sólo sea por vivir y dejar constancia. Asimismo, constantemente cohabita la necesidad de intimar con nosotros mismos. Al fin y al cabo, somos un abecedario de sensaciones e interrogantes. La exploración es innata con el ser humano. Vivimos entre la creencia y la increencia, entre la contradicción y la búsqueda, entre la mística del gran sacrificio del Calvario y la victoria de la Resurrección del Crucificado, entre el ser y el no ser, entre el instante preciso y la preciosa eternidad. En cualquier caso, el mundo necesita con urgencia abrir las vías de la justicia; y , para ello, sus moradores han de ponerse al servicio incondicional de unos y otros, sin que nadie quede excluido ni como vencido ni como vencedor. La cuestión es fraternizarse para renacerse. Tantas veces hemos fracasado en conciliar la ecuanimidad con la autonomía de la persona, que en el planeta se acrecientan las mayores desigualdades. Muchas naciones viven hoy en día la peor crisis humanitaria de nuestro tiempo. El peso de la desesperación que sufren vidas humanas es tan cruel e inhumano que debiera hacernos reflexionar. Tenemos que comprender a nuestros semejantes, a que el ser humano es lo único importante, y que no se deben establecer fronteras, ni tampoco frentes, entre ciudadanías. Donde no hay solidaridad no puede haber justicia. Hemos llegado a unos extremos de ingratitud sin precedentes. Deberíamos dejarnos cautivar por el sosiego para crecer en pensamiento. Ha llegado el momento de respetar las conciencias de cada uno y de activar las energías suficientes para procurar el bien colectivo. Solamente el esfuerzo armónico de todos puede disipar este aluvión de horrores que nos sorprenden en cualquier esquina del orbe. En este sentido, el Cristo que camina durante estos días por las calles del mundo es todo un referente, puesto que nos dio ejemplo con su vida. En ese Crucificado se puede aprender el ejercicio sublime de este amor y de esta efusión de gozos; porque es algo que nace desde dentro, sin necesidad de maquillaje. Nos ha traspasado el alma tanto dolor; pero al fin, la luz del Resucitado nos trasporta hacia un horizonte de esperanza y consuelo. No hay mayor alivio que practicar entre sí la amistad como un auténtico hermano penitente, y máxime, cuando soportamos un mundo de injusticias que nos desbordan. Cada uno de nosotros sólo será justo en la medida en que cultive la verdad, en que viva donándose, reconciliándose consigo y con todos, en que haga lo que le dicte su conciencia, despojado de doctrinas mundanas, poniéndonos decididamente en acción, bajo el impulso del intelecto y al servicio del amor. Amar es lo que nos distingue y nos hace prodigiosos. Es lo más hermoso a descubrir. No lo olvide. Encandilados a esa pasión por el deseo de amar, nos haremos más fácilmente cargo de este aluvión de inmoralidades sembradas. Y así, repararemos el verdadero sentido de adhesión y de la confluencia fraterna, abriéndonos de este modo a la solidaridad, e incluso nuestra propia muerte se convertirá en una puerta de esperanza. O al menos de luz. La coherencia, de solo predicar aquello que se practica, nos traslada cuando menos a un espacio real de ilusión. Todos necesitamos, en algún momento de nuestra existencia, alguna ayuda. Lo fundamental es socorrer, madurar y crecer feliz, por muy adversas que nos parezcan las circunstancias. Dejémonos que la fuerza del amor encarrile nuestras vidas. A propósito, decía San Agustín, que "quien toma bienes de los pobres es un asesino de la caridad y que quien a ellos ayuda, es un virtuoso de la justicia". Buen recordatorio para un tiempo repleto de hipocresías. Sí ese Cristo, en procesión por el mundo es nuestro modelo, instemos por medio de Él, la paz para el mundo entero. Pero, claro, esa concordia alberga en su interior la construcción de una sociedad equitativa. El ser humano armonizado con su mismo linaje, siente esa llamada de auxilio como algo natural, y no ve en su misma especie a un contrincante o un enemigo. Esta es la gran asignatura pendiente. Volvernos familia para todos gozar de igual e invisible dignidad. Teniendo presente todo esto, es fácil entender que la fraternidad no requiere de justicia, porque ella misma es un acto justo, y, por consiguiente, un cauce para la paz, sustentado por el amor de amar.