El problema del vandalismo
Es evidente que ni todos los jóvenes son violentos, ni toda la violencia que existe en la sociedad está protagonizada por los jóvenes. Ahora bien, resulta cierto que la violencia en el ámbito urbano aumenta de forma lenta e interrumpida en los últimos años entre los jóvenes, y esto se expresa no sólo por los numerosos sucesos violentos sino por los cada vez más frecuentes actos vandálicos. El llamado vandalismo urbano cuesta un dinero considerable al erario público y crea malestar entre la ciudadanía. Pocos fenómenos sociales son tildados de tan irracionales como éste. Otras manifestaciones de iconoclasia despiertan más o menos discrepancias, pero el vandalismo recibe la palma de la desaprobación. Aparentemente nada puede explicar el destrozo de bienes tanto públicos como privados. No es respaldado por justificación alguna, ni se reconoce públicamente su autoría, que se suele atribuir a desalmados carentes de valores. Conviene reconocer la existencia de una violencia latente. Según algunos expertos, para algunos estratos de la juventud en ausencia de consumo material como elemento de placer y distinción social, las agresiones al patrimonio son una alternativa para satisfacer las ansias de placer y desobediencia, a la par que la necesidad de distinción social. En Guadalajara tenemos múltiples ejemplos de este terrorismo urbano que van desde destrozos en bancos y papeleras, a arruinar esculturas o exposiciones itinerantes callejeras. Ordenanzas municipales contra estas conductas y mayor control policial se configuran como las medidas que desde las instituciones se emplean para reducir al mínimo sus efectos. Sin embargo, el problema va más allá, y lo que habrá que empezar a plantearse es qué es lo que falla en un sistema en el que estos actos se convierten en un modo, de mostrar la disconformidad con los poderes establecidos, a la vez que pone de manifiesto la excesiva permisividad de nuestras leyes para con estos colectivos.