El resucitado vive para siempre

20/04/2012 - 15:24 Redacción

El Catecismo de la Iglesia Católica, al referirse a la resurrección de Cristo, afirma que ésta “no fue un retorno a la vida terrena como en el caso de las resurrecciones que El había realizado antes de Pascua: la hija de Jairo, el joven de Naím, Lázaro. Estos hechos eran acontecimientos milagrosos, pero las personas afectadas por el milagro volvían a tener por el poder de Jesús una vida terrena “ordinaria”. En cierto momento volverán a morir. La resurrección de Cristo es esencialmente diferente. En su cuerpo resucitado, pasa del estado de muerte a otra vida más allá del tiempo y del espacio. En la Resurrección, el cuerpo de Jesús se llena del poder del Espíritu Santo, participa de la vida divina en el estado de su gloria, tanto que San Pablo puede decir de Cristo que es “el hombre celestial” (cf I Cor 15, 35-50). (n. 646).Con esta enseñanza, tomada de la Sagrada Escritura, el Catecismo quiere recordarnos que Cristo, resucitado de entre los muertos, ya no muere más, vive para siempre. La muerte ya no tiene dominio sobre Él. De este modo la piedra desechada por los arquitectos se convierte en piedra angular sobre la que se asienta el edificio de la Iglesia y la vida de cada uno de sus miembros.  Este descubrimiento gozoso impulsa a los primeros cristianos a reunirse en las casas para vivir la comunión fraterna, para escuchar las Escrituras, para celebrar la fracción del pan y para compartir los bienes con los necesitados.
Los cristianos somos injertados en la vida de Cristo, piedra angular de la vida cristiana en el sacramento del bautismo. A partir de ese momento podemos caminar unidos a El, permaneciendo en su amor y cumpliendo sus enseñanzas a lo largo de la vida. Las dificultades y los problemas de la vida, incluso la misma muerte, nunca podrán separarnos de Cristo y de su amor hacia toda la humanidad. La resurrección ha abierto un camino de luz y de salvación, de victoria sobre el pecado y la muerte, por el que todo cristiano puede avanzar para alcanzar de este modo la verdadera meta de la peregrinación terrena, que es el encuentro definitivo con Dios por toda la eternidad.
Para que esto sea posible y realizable, el Señor resucitado, cumpliendo sus promesas, permanece con nosotros y en nosotros todos los días hasta el fin de los tiempos. Esta promesa de Jesús se realiza de muchas formas, pero por especial deseo suyo se cumple por parte de los cristianos en la celebración de la Eucaristía. En cada celebración eucarística los cristianos recibimos el amor de Dios y actualizamos la muerte y resurrección del Señor hasta que El vuelva.
Bajo las especies del pan y del vino consagradas por la acción del Espíritu Santo, se hace real y verdaderamente presente el Señor resucitado para purificarnos de nuestros pecados, para hablarnos al corazón, para que experimentemos su cercanía y para que nunca nos sintamos solos en el camino de la vida. En cada Eucaristía, el Señor nos regala su Cuerpo y su Sangre para que, comiendo el alimento de vida eterna, salgamos al mundo irradiando alegría y fortalecidos interiormente para hacer el bien y evitar el mal. Que María, la Madre del Resucitado y la Madre de la Iglesia, nos ayude a recibir con fe renovada a su Hijo para ser sus testigos fieles y felices.