El sentido de la vida (III)

22/10/2013 - 00:00 Atilano Rodríguez

 
   
 Con cierta frecuencia, los cristianos nos encontramos con planteamientos sociales, económicos y culturales que remueven nuestras convicciones personales y que pueden condicionar nuestra vivencia de la fe y nuestras manifestaciones religiosas. Muchos creyentes venimos de una época, en la que las virtudes cristianas y las manifestaciones religiosas eran valoradas y reconocidas por los no creyentes y por muchas instituciones sociales. Se admitía con normalidad que la Iglesia, en el cumplimiento de su misión, ofrecía a la sociedad un conjunto de convicciones y valores que contribuían de forma decisiva a la estructuración de la misma y al bien integral de la persona. En la actualidad, aunque ciertamente existe una valoración positiva de la misión espiritual de la Iglesia y, sobre todo, un reconocimiento de su labor socio-caritativa por parte de bastantes personas, creyentes o no creyentes, sin embargo otros hermanos rechazan la labor de la Iglesia porque han cerrado su corazón a la trascendencia o consideran que las enseñanzas evangélicas son una rémora para la evolución de la sociedad al no ajustarse a los criterios culturales del momento o a lo “políticamente correcto”.
 
  Estas consideraciones negativas hacia la labor de la Iglesia por parte de algunos hermanos o grupos sociales pueden estar condicionando grandemente la vivencia de la fe y la búsqueda de sentido de bastantes bautizados que, por comodidad o por falta de verdadera información sobre la realidad, prefieren pensar y actuar según los criterios culturales del momento o de acuerdo con las informaciones tergiversadas de algunos medios de comunicación en vez de buscar la verdad y el sentido de su vida en la apertura a Dios y a los demás. Quienes ven la vida desde los propios criterios sin buscar la verdad con decisión, llegan a considerarse el centro de todo, tanto en la relación con Dios como en la relación con los demás. No aceptan que otros les hagan preguntas sobre su vida y sobre sus comportamientos. Ellos mismos se formulan las preguntas y dan las respuestas desde los propios criterios. Como consecuencia de este repliegue sobre sí mismos, están incapacitados para aceptar lo que otros puedan decirles sobre la Iglesia, la religión o la realidad social. En el polo opuesto se sitúan aquellos hermanos que han optado por vivir la existencia como respuesta.
 
   En este caso, el centro de sus decisiones está en Dios y en los otros para quienes se confiesan seguidores de Jesucristo o solamente en los otros para quienes se consideran no creyentes. Quienes piensan así, tienen siempre la capacidad de admitir preguntas de los demás, pueden dejarse modelar por la Palabra de Dios y están en condiciones de hacerse preguntas a partir del testimonio de sus semejantes. Ante estas distintas formas de ver la existencia, tendríamos que preguntarnos: ¿Dónde nos situamos nosotros a la hora de buscar el sentido de nuestra vida? ¿Vivimos cerrados en nuestros criterios o nos abrimos a Dios y a los hermanos? Sin Dios estamos a merced de los destinos del mundo y de los avatares de la historia. Sin Dios no hay esperanza en un sentido último de la persona ni en la existencia de una justicia definitiva para los que cada día son pisoteados por la mentira, la violencia y el odio.