Escrito en Sigüenza: Matilde Ras

21/06/2021 - 17:58 Javier Davara

Años cuarenta del pasado siglo. Oscuros y difíciles veranos de posguerra. La escritora y novelista Matilde Ras (1881-1869), hoy olvidada, mujer audaz alejada de los estereotipos femeninos de su época, llega a Sigüenza, al comienzo de la temporada veraniega, y se acomoda, como de costumbre, en la antigua pensión Urbana, sita a la entrada de la calle Mayor.

Dueña de una prosa intimista y elegante, escribe en las páginas de un usado cuaderno, a modo de diario, emotivas confidencias y cavilaciones, repletas de ternura y melancolía, fiel trasunto del lento discurrir de aquellos lejanos meses estivales. Espiguemos entre los bellos textos de Matilde Ras, entretejidos de tradición y modernidad, que rememoran y reviven viejas costumbres y usanzas.

A poco de llegar, Matilde Ras queda prendida por las tonalidades del suave atardecer seguntino, reflejadas en los cerros situados al norte de la ciudad: “Por detrás de las torres almenadas de la catedral, por encima de los tejados rojizos, bajo el verdiazul cielo crepuscular, veo desde mi balcón las líneas ondulantes de las colinas, masas que el verano, suntuoso paisajista, matiza de mil tonos que la lejanía funde suavemente; sienas, sepias, violetas, azules desvanecidos en verdes sombríos, grises de plomo y de pizarra, desvanecidos unos dentro de los otros como en una mágica endosmosis”.

Al observar la quietud de las mañanas del verano seguntino, Ras desgrana en su diario el sutil encanto de lo sencillo: “Aún no han aparecido en el mercado las nunca bastante alabadas, las divinas borrajas, néctar de los dioses; pero como judías verdes sin hilos con patatitas nuevas, pan de trigo de verdad, miel digna de Pitágoras, silencio en mi trabajo, rosas sobre la mesa, olor de pinares y fresco delicioso... ¿Se puede pedir más?” Y como si despertara de un sueño, exclama: “Novedad en el campanario de la catedral: han puesto un gallo nuevo en la veleta. Brilla al sol como si fuese de plata y gira a los vientos de Sigüenza, de Alcolea, de Alcuneza”.

“La sensibilidad de mi cabeza se ha trasladado a mi corazón”, asevera nuestra escritora. “Si no duermo, cuento las campanadas nocturnas de la catedral; y como estoy tan vecina, que vivo a su sombra, estas campanadas, en el azul silencio nocturno, caen tan profundas y tan sonoras que me producen una vibración en el corazón, como si sus telas como dice tan gráficamente el vulgo fuesen una superficie de cristal sobre la que cada hora duendecillo cabalgando en los aires desde la alta torre viniese a dar con su leve martillo de plata con casi dolorosa cadencia: la última nota de la vibración se enlaza con la primera nota que la sigue”.

El recuerdo agridulce de su amor ausente, su idolatrada amiga Elena Fortún, alma de su alma, popular y brillante escritora de literatura infantil, brota pu zante en el curso de una tertulia vespertina: “Aunque no soy chiquillera, confiesa Matilde Ras, estoy encantada con esas tardes pasadas en el jardín de Francisca, entre los niños del médico, que llevan también merendillas; una gatita y un perro vienen a implorarnos algún bocadito; alguna gallina acude a picotear las migajas y las hormiguitas se benefician a su vez”.

“Una de las niñas -prosigue Ras- se sienta, bajo el emparrado, a leer un libro. Atisbo el título Cuchifritín (renombrada obra de Fortún). Me acerco. ¿Si le gusta? ¡Anda, si le gusta¡ Tiene todos, toditos los libros de Elena... Le digo que es mi amiga. Todos los niños se acercan con curiosidad... ¿Queréis ver su retrato?: saco de mi carterita el carnet que me mandó desde Buenos Aires.

¡Qué joven¡ -exclaman los niños. Lo está tanto, con su inteligente, su clara, su cordial sonrisa sin ironía”- añade en silencio, emocionada, Matilde Ras. El retrato de su Elena Fortún pasa de mano en mano”. La enamorada escritora juega el ajedrez con un niño de diez años: “Ganamos y perdemos alternativamente. Los demás lo miran. ¡Su hermano está jugando con la amiga de Elena Fortún¡”.

La armonía señorial de la porticada plaza Mayor seguntina engalana el hermoso decir de Matilde Ras: “Hora matinal. Me asomo al balcón. ¡Qué silencio, qué suavidad sin aristas, acolchada, de apetecida soledad¡ Cruzan por la plaza, de opalinas y nacaradas claridades, con pasos sonoros por el empedrado que subrayan rombos de hierba, un arriero con sus mulas, como por una página cervantina, y una pareja de la Guardia Civil, fusiles al hombro, que entra bajo los arcos del ayuntamiento. Las dos siluetas, muy igualitas, con sus uniformes estrictos, con los negros tricornios, tienen algo del diecio- chesco francés. Ya han entrado en el Ayuntamiento. Ya desapareció el arriero por la calle Mayor arriba... Ya se han restituido la soledad y el silencio frayluisleonesco... Dentro de la catedral lee, en un libro eterno, el Doncel de mármol”.

Con delicado detalle, Matilde Ras anota en su diario el antiguo trajinar de tenderos y comerciantes. Sigamos sus pasos: “Voy a comprar mis legumbres y mis frutas aquí cerca, o al mercado frente a la catedral, pasando por esta fuente de tres chorros, con su pilón, que me dan ganas de dibujar, o en la calle en cuesta del Cardenal Mendoza, obispo de Sigüenza del siglo XV, como reza la lápida. Los dueños de las fruterías son a veces los propios hortelanos y se los ve descargando, de los serones de su burro, sus legumbres recién sacadas de sus huertos. Pasa un carro lleno de rubia paja, donde el sol pone pinceladas de oro pálido. Ha llovido un poco y todas las fragancias del lejano pinar se intensifican”.

En el mes de agosto, Ras presencia los solemnes cultos en honor de la Virgen de la Mayor, patrona de la ciudad, celebrados en su monumental altar catedralicio. Así lo cuenta: “He entrado de noche en la catedral por ir a buscar con Josefina a su marido, que no falta a las novenas. Sonaba el órgano y cantaban los curas y algunos niños, ante sus facistoles, con las caras iluminadas entre las sombras, a lo Rembrandt. Para el gran altar resultaba exacta la frase de hecho una ascua de oro. Sobre todo, me han producido un efecto rayano en estupor las recias y numerosas columnas salomónicas de mármol gris; en cada curva de las espirales las luces ponían irisados destellos redondos, como si las recamaran de perlas, bajo los complicados capiteles centelleantes de áureos chispazos. Y el centro de las bóvedas en penumbra, de los inmensos haces de columnas surgiendo de las sombras, y en la atmosfera sonora entre el silencio de la apiñada muchedumbre, ¡es verdad que eran de un efecto mágico ¡”.

Un último y curioso testimonio de Matilde Ras: “Esta ciudad es tan vetusta, que los veraneantes desentonamos. Y tan clerical que lo entonado es, en las otoñales tardes de sol en la Alameda, oír crujir la alfombra de hojas secas bajo los pies de los pesados zapatos de los curas, ver desvanecerse entre los olmos a las señoras provincianas, y a sus tímidas hijas correr como gacelas hacia el señor obispo, a besarle el anillo. Un amigo mío me dice: si el mundo cambia y si yo mandase, dejaría curas, canónigos y monjitas para pasear por estas calles de rejas; dejaría sus procesiones, sus diálogos de campanas y cohetes. Claro, como que, sin eso, Sigüenza se convertiría en un escenario en busca de sus personajes”. Un costumbrista y añejo retrato de la Sigüenza de hace casi ochenta años.