Eucaristía y comunión
Los documentos conciliares y los escritos de los últimos Papas nos recuerdan que la Iglesia de Jesucristo, ante todo, es un misterio de comunión para la misión. Estas enseñanzas del Magisterio eclesiástico, fundamentadas en la Sagrada Escritura, nos ayudan a comprender que la Iglesia tiene su origen y su meta, no en criterios humanos, sino en la íntima comunión de amor y de vida existente entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Por ello, quien no tenga la capacidad del abrirse al misterio y contemplar la Iglesia desde dentro nunca podrá comprenderla ni amarla.
Partiendo de esta concepción de la Iglesia, el mismo Jesús deja muy claro en el Evangelio que la comunidad cristiana no podrá cumplir adecuadamente la misión de evangelizar, si cada uno de los evangelizadores no asume previamente el encargo de permanecer en comunión con Él y con el Padre: Como tú en mí y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros para que el mundo crea que tu me has enviado. La comunión con Cristo y con el Padre es el requisito ineludible para que el posterior anuncio de su persona y de su vida pueda ser asumido y acogido por el mundo.
En cada celebración eucarística se realiza sacramentalmente esta comunión de todos los bautizados con Cristo y con los hermanos. La proclamación de la Palabra de Dios suscita y acrecienta la fe en el corazón de los creyentes. Por la recepción del Cuerpo y de la Sangre de Cristo resucitado, real y verdaderamente presentes bajo las especies sacramentales del pan y del vino, los creyentes somos incorporados y unidos a Él para alimentarnos de su amor y para acrecentar el ardor misionero.
Pero, al mismo tiempo que la comunión del Cuerpo de Cristo nos une íntimamente a Él, también tiene que impulsarnos a vivir la comunión y a crecer en la fraternidad entre quienes nos alimentamos del mismo pan. Así se lo recordaba con profundo dolor el apóstol Pablo a los miembros de la comunidad de Corinto, cuando observaba sus divisiones internas: El pan es uno, y así nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo, porque comemos todos del mismo pan (I Cor 10, 17). Por tanto, quienes comulgamos al mismo Cristo no podemos vivir como individuos separados, pues todos hemos sido incorporados a Él para formar un solo cuerpo.
El Señor nos une a todos para que, al salir al mundo, podamos dar testimonio de la íntima comunión de vida y de amor con Él. De acuerdo con estas enseñanzas del mismo Señor, la participación en la Eucaristía tendría que ser siempre una llamada a revisar nuestra fe y nuestro amor a este sacramento que es la fuente y la cima de la vida cristiana y de la evangelización. La auténtica espiritualidad eucarística debería ayudarnos a todos los cristianos a vivir una existencia transformada por el amor. Por eso tendríamos que preguntarnos: ¿La participación en la Eucaristía nos ayuda a superar las diferencias con nuestros semejantes y a perdonarles de corazón?. ¿La escucha de la Palabra y la recepción del Cuerpo de Cristo nos impulsan a salir al mundo para ser testigos del amor, que Dios nos regala en Jesucristo, y para hacer partícipes de ese amor a todos los hermanos?.