Heidelberg, la cuna del romanticismo alemán

02/11/2011 - 10:34 E.P.

Considerada como la cuna del romanticismo alemán, Heidelberg es ante todo una ciudad bulliciosa, artística y cultural marcada por su carácter universitario. Su Universidad, la más antigua de Alemania (1386) y a la cabeza de las europeas en su tiempo tras Praga, Viena y Salamanca, ha sido el motor de esta bella ciudad levantada a orillas del río Neckar a lo largo de su historia, aunque desde hace dos años el número de sus estudiantes -en la actualidad unos 30.000- ha descendido debido a que las autoridades del estado de Baden-Württemberg decidieron hacerla de pago.

El castillo

Heidelberg, la antigua capital universitaria del Palatinado, respira cultura y animación en sus calles, siempre abrigada por las solemnes ruinas de su castillo y por sus frondosos bosques que inspiraron a tantos creadores alemanes como Goethe, Schiller o Eichendorff. Y es que el tantas veces retratado castillo en ruinas de Heidelberg ha sido testigo de la vida cotidiana de los habitantes de esta ciudad -su población actual supera los 140.000 h.- desde que fuera residencia de los Príncipes Electores del Palatinado en el siglo XIV y conociera su máximo esplendor con seiscientos habitantes en su interior -casi una ciudad para la época- hasta su destrucción en 1689 por las tropas de Luis XIV que reclamaba el derecho al trono en la Guerra de Sucesión Palatina.

La reconstrucción del castillo se intentó sin éxito en siglos posteriores, pero unas veces la naturaleza -un rayo en 1764 provocó un nuevo desastre en sus muros- y otras la inversión económica que requería la restauración impidieron que las ruinas recuperaran su esplendor. De hecho, el mantenimiento actual es el más costoso que tienen que afrontar las autoridades de Baden-Württemberg en materia de edificios históricos ya que la contaminación del aire causa importantes daños en las fachadas del castillo y de hecho algunas figuras originales han sido sustituidas por copias.

Y menos mal que las ruinas del castillo se libraron milagrosamente del bombardeo aliado durante la II Guerra Mundial. Una teoría moderna y diferente asegura que un cambio en la hoja de ruta de los pilotos norteamericanos que bombardeaban la zona, debido al mal tiempo que sufría Heidelberg, provocó que las bombas cayeran en Bruchsal, una población cercana a la ciudad del Neckar, por lo que se evitó un nuevo desastre para la ciudad.

El castillo de Heidelberg sigue siendo hoy, pese a todo, la gran atracción turística de la ciudad. Los visitantes -más de tres millones cada año- acceden a sus ruinas a través de un funicular o a pie, disfrutan de una panorámica magnífica desde la gran terraza y descienden a los sótanos para admirar el Gran Tonel, la barrica de vino más grande del mundo con sus 221.726 litros de capacidad, escoltado por Perkeo, el enano bufón y guardián italiano del tonel en el siglo XVIII, otro símbolo más de la ciudad.

La Universidad

De vuelta al casco viejo, conviene hacer una parada en la vieja Universidad con una pieza única, el Aula Magna, creada por Ruperto I, que con motivo del 500 aniversario del edificio fue provista de un costosísimo revestimiento de artesonado de madera y pinturas murales. Hoy se utiliza para importantes acontecimientos universitarios o para conciertos especiales de música.

La Universidad, que en sus inicios contaba con cuatro cátedras (Teología, Derecho, Medicina y Artes Liberales, un compendio ésta última de estudios generales), cuenta hoy con nueve facultades y una biblioteca, con tintes modernistas en su decoración interior, que guarda tres millones y medio de volúmenes, entre ellos el Código Manesse, una valiosísima colección de canciones de trovadores fechada en 1310.

La Universidad ha contado durante su existencia entre sus profesores con importantes celebridades como Hegel o Planck, pero curiosamente los turistas sienten más interés por conocer la cárcel de los estudiantes, convertida hoy en una atracción más de la ciudad. Hasta 1914 los alumnos que no cumplían con las normas de la ciudad eran castigados en el piso superior de la "antigua casa del bedel" donde ya aprovechaban el tiempo libre para pintar los primeros "graffitis" de la historia. Orinar, por ejemplo, en la calle era castigado con tres días de reclusión, bañarse desnudo en el río equivalía a dos días sin acudir a clase.

Imprescindible

En nuestro recorrido por la ciudad hay que realizar una parada inevitable en el Puente Viejo o de Carlos Teodoro. Lleva el título de "viejo" pero lo cierto es que lo derrumbó una gran riada de 1784 y tuvo que ser reconstruido. Termina en la gran puerta del abrevadero, donde llama la atención una escultura moderna de un gato, que sustituye a otra más vieja del mismo animal que hasta 1689 saludaba a los viajeros. La actual figura muestra un espejo a los visitantes que además se pueden tomar una foto detrás de su máscara de mono.

La calle que nos encontramos de frente conduce a la gótica Iglesia del Espíritu Santo, el templo más importante de la ciudad pues albergó en tiempos la biblioteca palatina y tuvo en su interior una parte protestante (la nave) y, separada por un muro, otra parte católica (el coro). Hoy llama la atención el diseño de sus vidrieras más modernas que han sustituido a las que quedaron destrozadas tras la huída del ejército nazi.

La Iglesia de los Jesuitas y la modesta (46 metros cuadrados) Casa Natal de Friedrich Ebert, el primer presidente del Reich, pueden completar la visita a Heidelberg que no quedaría rematada sin pasear por la Hauptstrasse, la interminable calle peatonal de la ciudad con su telaraña de callejuelas, y sobre todo -y esto sí es que más que una recomendación-, hay que acercarse al "paseo de los filósofos", en la otra orilla del río, donde se disfruta de la más espectacular vista panorámica de Heidelberg, especialmente en los atardeceres soleados.