Juventud y democracia
La convicción democrática en una sociedad se transmite y se hereda. Una de las mayores preocupaciones de nuestro sistema actual es su necesidad de profundizarse o mejorarse pero también su capacidad de trasmitirse. La libertad, la convivencia, la tolerancia, el pluralismo tienen que formar parte de nuestra cultura occidental. La sensación es que no hay marcha atrás, que la situación es irreversible. Sin embargo, existe el peligro real de un retroceso y de un final de etapa. La democracia es el único sistema que merece la pena sucederse y sobrevivir a sí mismo en la vida y en la historia de los pueblos. Hay que pensar en una democracia de iniciación, otra de consolidación y otra de transmisión pues ella es un proceso histórico cultural. Por lo general, atribuimos a los jóvenes una capacidad de identificar y marcar nuevas tendencias en diferente órdenes de la vida y, por tanto, también en política. También son los jóvenes los que más se dejan influir por los demás. Pero dichas tendencias no son tan novedosas como nos quieren hacer creer. Las referencias antropológicas siguen siendo las mismas, consistentes en la condición humana con su carga de pasiones, instintos, ambiciones, placeres, tendencias, intereses. El hombre es siempre el mismo. Sin embargo, el temor y el peligro vienen de la radicalidad, la ruptura o la novedad con que quieren imponer dichas ideas. A todo ese fenómeno global lo llamamos extremismo, sectarismo, totalitarismo, cultura revolucionaria. Por todo ello, es necesario formar y educar a la juventud en los valores de diálogo, tolerancia y moderación, alejados de otros tantos radicalismos. La educación es fundamental en la trasmisión de la democracia. Todo eso no nos hace olvidar el valor de la iniciativa y de la competencia también en la política unido al sentido de la colaboración y de la solidaridad esencial entre los pueblos y las culturas. La juventud es más sensible y refractaria a la movilización, al entusiasmo, a la indignación y a la protesta. Pero la observación psicológica y cultural demuestran que, con la edad o el paso de los años y la integración profesional y laboral, el ímpetu del sectarismo se van debilitando y se abre la puerta al conformismo que no quiere decir pasividad o indiferencia. De los jóvenes esperamos nuevas ideas y métodos que no siempre son tales. Pero, sobre todo, esperamos un fortalecimiento de la democracia en el mundo a lo largo del tiempo y de todos los continentes. A los jóvenes no hay que dejarles que gestionen sólo el descontento, el conflicto, la protesta y la oposición. Pero tampoco usarles en la guerra que hacen otros. Cada generación tiene su responsabilidad y su territorio de ideas. No se puede cargar sobre los jóvenes la tarea de agitación social o de arietes ni convertirles en piratas de la convivencia, revolviendo las aguas tranquilas de la democracia por donde transitan o navegan los barcos pero también los tiburones de la política devorando a todos los que se enfrenten a ellos.