La conversión a Dios
El evangelista San Juan define a Dios diciendo que es amor. Desde toda la eternidad Dios nos ha amado y mimado creándonos a su imagen y semejanza y ofreciéndonos la posibilidad de ser sus hijos. De este modo podemos afirmar que en nuestro origen no está la casualidad ni el azar, sino un proyecto inteligente y amoroso de Dios. Pero la prueba más evidente de ese amor de Dios hacia cada ser humano podemos encontrarla en el hecho inconcebible de que haya querido hacerse visible y presente entre nosotros enviándonos a su Hijo: Dios envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de Él (I Jn 4, 9). Desde entonces, todos los seres humanos pueden descubrir el amor misericordioso del Padre, porque como nos dirá el mismo Jesús: Quien me ha visto a mí, ha visto a mí Padre. (Jn 14, 9).
En Jesús podemos ver al Padre. Pero esa venida de Dios a nosotros, manifestación de su amor a la humanidad, no es solo una cuestión del pasado. Dios continúa viniendo a nosotros y mostrándonos su rostro misericordioso a través de su Palabra, de los sacramentos, de los pobres, de las personas buenas que son reflejo de su santidad y de las maravillas de la naturaleza, que cada día contemplamos.
Por lo tanto podemos decir sin miedo a equivocarnos que Dios no solo nos ha amado primero sino que sigue amándonos primero. Este amor de Dios es derramado constantemente en nuestros corazones por la acción del Espíritu Santo. Por ello, si lo acogemos con apertura de mente y corazón, podremos corresponder a Dios con el mismo amor. Él nos ama con amor infinito y pone su amor en nuestros corazones en cada instante de la vida. Como consecuencia de esta presencia amorosa de Dios en nosotros tendremos la capacidad de amarle a Él y a los hermanos con todo el corazón, con toda la mente y con todo nuestro ser. Ahora bien, deberíamos preguntarnos: ¿Cómo podemos conocer este amor de Dios?. ¿Cómo podemos experimentarlo en la vida diaria?. ¿Cómo podemos responder a Dios con el mismo amor con el que somos amados por Él?.
La respuesta a estas preguntas que, sin duda, todos nos hacemos en distintos momentos de la vida no es difícil. La experiencia diaria nos permite descubrir que solo podemos conocer y amar de verdad a nuestros semejantes, si encontramos tiempo para estar con ellos, para escuchar sus problemas y para descubrir sus sentimientos. Este contacto frecuente con los demás es el que nos permite conocerles, amarles y vivir atentos a sus necesidades.
Partiendo de esta experiencia, deberíamos dar los mismos pasos para adentrarnos en el conocimiento de Dios y en el descubrimiento de su amor hacía nosotros. Por tanto es pararse y encontrar tiempo en medio de las ocupaciones de la vida para estar con el Señor, para escucharle y meditar su Palabra, para celebrar su presencia en los sacramentos, especialmente en la Eucaristía, y para pedirle que nos revele su amor. Necesitamos que Dios se nos revele, pues nadie conoce bien al Padre sino el Hijo y nadie conoce al Hijo, sino el Padre y aquel, a quien se lo quiera revelar. Que el Señor nos ayude a encontrar tiempo durante la Cuaresma para escucharle, conocerle y amarle. En ello nos jugamos nuestra salvación y felicidad.