La conversión a Dios (II)
04/03/2012 - 00:00
En la reflexión del domingo pasado me fijaba en la urgente necesidad que tenemos los cristianos de encontrar un tiempo en la vida diaria para profundizar en el conocimiento del Dios revelado, que nos ama con amor de Padre y nos entrega a su Hijo para nuestra salvación.
Puesto que este tema, a mi modo de ver, es prioritario para el crecimiento de nuestra vida espiritual y para dar pasos seguros en el seguimiento de Jesucristo, he creído oportuno continuar hoy la reflexión iniciada la semana pasada.
Al adentrarnos en el conocimiento de Jesucristo, partiendo el encuentro personal con Él en la oración y en la meditación de su Palabra, experimentaremos sin duda la necesidad de progresar en el camino de la conversión. Esta, como nos indica la Palabra de Dios, es ante todo el fruto maduro de nuestra colaboración con la gracia divina. Ahora bien, esta colaboración nos obliga a salir de nosotros mismos para buscar al Señor y para conocerle.
El Papa Benedicto XVI ha señalado en distintas ocasiones que convertirse quiere decir, ante todo, buscar a Dios, caminar con Dios y seguir las enseñanzas de su Hijo.
Si esto es así, tendríamos que preguntarnos: ¿Es posible la conversión a Dios en nuestro tiempo? Ciertamente, Dios actúa en todo momento en el mundo y en el corazón de cada ser humano, mediante la acción de su Espíritu, y tiene el poder de sacar de las piedras hijos de Abraham, sin embargo cuando contemplamos el olvido de Dios por parte de tantos hermanos, parece imposible desde el punto de vista humano que pueda darse un progreso en la conversión. Si Dios no existe, tampoco existe el pecado. Por lo tanto, no tiene sentido la conversión.
¿De qué vamos a convertirnos?
El gran problema del hombre de hoy está en que, dominado por la soberbia y el orgullo, ha organizado la vida al margen de Dios, quiere ocupar su lugar y actúa sin tener en cuenta sus enseñanzas. Por otra parte, la ignorancia religiosa, que experimentamos en nuestros días, está llevando a muchos bautizados a la fabricación de ídolos de madera que no pueden salvar y a la utilización de Dios como si se tratase de un objeto de consumo. Como consecuencia de esta distorsión de la figura de Dios, en la actualidad el ser humano se encuentra huérfano y triste, sin perdón para sus pecados y sin esperanza de salvación. Si se basta por sí mismo y no necesita a Dios, para qué perder tiempo en conocerlo y en convertirse a Él.
A pesar de esta tozudez, en la que todos incurrimos con alguna frecuencia, Dios permanece fiel, pues no puede negarse a sí mismo. Un día tras otro saldrá a nuestro encuentro, como sale el buen pastor en busca de la oveja perdida, y no cesará de llamar a la puerta de nuestro corazón para invitarnos a la conversión. Dios, que nos ha creado para sí y nos ha redimido por la sangre de su Hijo, nos regala ahora el tiempo cuaresmal para que, acogiendo su gracia, demos frutos de verdadera conversión. Pidámosle con fe: Conviértenos, Señor, y nos convertiremos a ti.