La jauría humana
27/06/2014 - 23:00
No, no me refiero a la película dirigida por Arthur Penn y protagonizada por Marlon Brando, aunque sí me inspiro en ella. Ni tampoco al mordisco propiciado por el jugador uruguayo Luis Suárez a un defensa de la selección italiana, en estos mundiales que queremos pronto olvidar. Se ha puesto de moda una escrupulosa conducta a base de empalagosa moralina con oportunas dosis de demagogia. No hay asqueroso que no sea escrupuloso, dice el sabio. Dos son los sucesos recientes que confirman esa corriente oportunista dispuesta a ganar en río revuelto. El primero, la imputación de la infanta Cristina que el juez Castro ha consumado en la instrucción que ha llevado a cabo sobre el caso Noós. Pese a mi condición de abogado, soy consciente de mis limitaciones en materia penal y procesal, pero me he molestado en consultar a varios expertos y aunque no todos coinciden, algunos me confirman que, al margen de aspectos literarios de mal gusto impropios de un juez, el derecho penal exige pruebas y hechos irrefutables que Castro no aporta, especialmente en el apartado de blanqueo de dinero. El propio fiscal Anticorrupción critica que el juez Castro haya hecho sobre la Infanta un juicio de valor basado en meras conjeturas: Doña Cristina es culpable, no se sabe bien de qué, para a continuación emprender una intensa prospección para ver si se la pilla en un renuncio.
Otros, me puntualizan que la fase de instrucción finaliza con un auto que no condena a una pena, sino que sienta al imputado en el banquillo, pues si hay dudas que pudieran despejarse en el juicio oral, procede llevarle a juicio, y si esas dudas se siguen sin despejar, se absuelve. Con la prudencia del no experto, tengo serias dudas sobre la imputación y de que fuera plenamente consciente y que aprobara los métodos de su marido. Pero me sorprende que la jauría no dude de nada, ni de su condición de imputada, ni de su culpabilidad, ni que tenga que terminar con sus huesos en prisión. Supongo que son todos unos avezados juristas y que sus conclusiones sientan cátedra. Ante tamaño ejército de doctrinarios nos es de extrañar la urgencia del gobierno en aforar al rey Juan Carlos. Como dice Raúl del Pozo, un republicano sin disimulo, algunos quieren instalar la guillotina en la Plaza de Castilla. El populacho se manifiesta. No sólo ya ha juzgado, ha sentenciado y condenado.
El segundo suceso ha tenido ya su primera víctima, paradójicamente el eurodiputado de Izquierda Unida, Willy Meyer. El pobre pasaba por ahí y le ha tocado, no vayan a beneficiarse los del profesor de la coleta. Resulta que muchos eurodiputados suscribieron en su día un plan de pensiones que está gestionado, entre otros, por una SICAV luxemburguesa. No hay nada ilegal, y por ello resulta legítimo que lo miembros de la eurocámara planifiquen su jubilación con los instrumentos que le permite la ley. Se podrá discutir si su salario es alto, si trasladan mejor o peor su trabajo al electorado, si viajan en primera o si tienen demasiadas ventajas fiscales respecto al común de los mortales. Pero reprochar el que suscriban un fondo de pensiones, como lo puede hacer cualquiera, resulta absurdo. Pero la jauría ya se ha manifestado. Todo porque aparece el término del maligno, sicav, uy, eso es de ricos. Rosa Díez, que suscribió uno cuando fue eurodiputada, tuvo que salir frente a la canallesca a dar explicaciones no vaya a ser que se la arrolle el populacho.
Y tiene razón, una cosa es que las Sicav, hasta el 2006 y por un vacío legal, se utilizaran ventajosamente por algunos ricos expertos, y otra es que en la actualidad, y resuelto el fraude de ley, sea un instrumento legal como otro cualquiera para administrar un patrimonio. Se tributa como renta de capital una vez que se realizan las plusvalías. Pero en el nombre lleva la penitencia, y la figura de las Sicav ha sido demonizada por los argumentos simplones de la izquierda extrema y ahora algunos son víctimas de esa simpleza. No es bueno dejarse llevar por corrientes populistas ni prejuzgar sin el menor sentido del rigor. No vaya a ser que, como en la película de Penn, terminemos pareciendo perros.