La paz es el camino

14/01/2016 - 23:00 Francisco Morales

El Año Nuevo nos abre otro trecho que comienza el uno de Enero en el calendario gregoriano, que es el que nosotros seguimos, y es el único día que tiene dos vertientes, una que mira al pasado y otra que lo hace hacia el futuro. Esto ya fue visto por los antiguos romanos, que luego darían nombre a este mes, fijándose en un dios bifronte al que ellos llamaron Jano, el dios de las puertas. Más adelante, nuestra cultura católica viene celebrando ese día como el de la Jornada mundial de la oración por la paz y está muy bien, mas sin olvidar que mucho antes, el Cristianismo nos presentó al Ángel de la Natividad y al resto de la corte celestial, deseando “paz a los hombres de buena voluntad”, y sólo a ellos, esto es, a los que ejercen la benevolencia. Pero no nos vayamos a engañar pensando que se debe abrir nuestro corazón a cualquier malvado o desaprensivo, sino “al que contigo va”, dice el romance. Lo contrario sería más bien propio de pánfilos o ingenuos, porque los sentimientos humanos son de naturaleza recíproca y no se puede dar ni pedir la paz a cualquier precio. Habrá que convenir en que todo vale hasta cierto punto.
Es curioso que, aunque la ciencia y la técnica hayan avanzado mucho, sin embargo el progreso de la civilización ha sido nimio o, si se quiere, exiguo. Pensemos en Caín y Abel y luego, sucesivamente, en Tirios y Troyanos, Griegos y Persas, Romanos y Cartagineses, Güelfos y Gibelinos, Carlistas e Isabelinos, Bolcheviques y Mencheviques o, para llegar hasta ayer, Chiíes y Suníes. Esto sólo por no alargarme. Parece como si lleváramos en nuestros genes un germen de violencia inextinguible. Albert Einstein, que sabía mucho del comportamiento humano, afirmó a este respecto: “Tantos siglos de civilización y no aprendimos a abrazarnos”. Y Martin. L. King, el distinguido Nobel de la Paz, dejó dicho: “Hemos aprendido a volar como los pájaros y a nadar como los peces, pero no hemos aprendido a vivir como hermanos”. Debe de ser –pienso yo- que no es ésta, cosa de aprendizaje. Si nos paramos a pensar un poco, podemos observar que la paz proporciona riqueza, y la riqueza soberbia, causa inmediata de la guerra. Y, a su vez, la guerra nos lleva a la miseria, y ésta a la humildad, virtud que nos devuelve la paz. Este proceso se produce periódica e indefinidamente, si bien no se da con regularidad. De lo dicho anteriormente se puede concluir que no conseguiremos cambiar el mundo si antes no cambiamos nosotros mismos, pensando que son los otros los que deben cambiar. Eso sería un error imperdonable. Y no podemos hablar de razas o religiones, sino del bien y del mal, estén donde estén. Una regla de oro puede ser: “... a tu prójimo, como a ti mismo”, norma que refrendaría sin duda I. Kant, el filósofo prusiano. También se desprende de todo ello que, sin justicia ni respeto al orden establecido por Dios, la paz será inviable. Esto lo explican pulcramente y con total claridad Juan Pablo II, en varias encíclicas y, sobre todo, Juan XXIII, en su Pacem in terris. Eso sí, hace falta querer verlo, aunque es obvio de todo punto.
Nuestra vida se extiende entre dos extremos bien definidos, algo que está en el sentido común de todos los mortales: el punto de partida, que es tanto como decir la génesis o el origen de la existencia, aquel instante, tal vez alegre de su inauguración, y el otro, más o menos dramático, que es el de la llegada a la meta, el objetivo ineludible, la clausura absoluta de lo vivo. Y es éste un ciclo que se repite con exactitud absoluta y que está grabado a fuego en toda la Naturaleza humana: la aurora y el ocaso, la cuna y la sepultura, el nacimiento y la muerte de todo ser viviente. Permítanme seguir el razonamiento. Todo lo que vemos tiene un fin bien marcado, generalmente amargo, y, hasta las cosas más bellas, languidecen y se marchitan; al final, como ocurre en el teatro, cae el telón y todo se acaba: ya sea la primavera, el amor, la salud, o una perfecta sinfonía, dejan de vibrar y de tener sentido y terminan por difuminarse y desaparecer. Entonces, -creo yo- nos interesa buscar un objetivo transcendente en nuestro quehacer cotidiano, que sería el de la autenticidad y el compromiso. En pocas palabras, hay que empezar bien las cosas desde el principio para poder terminarlas con éxito, porque, como dice el refrán: “El que/ lo que mal empieza, mal acaba”..., y, puesto que tenemos que morir, deberíamos situarnos en una posición tal, que no merezcamos la muerte, sino que nos hagamos acreedores de una vida más justa y de permanecer en el recuerdo de nuestros seres más queridos.